un cuento de Enrique Salvador Moscato
Era un ancho bosque que se
extendía más allá de todo lo imaginable. Entrar en él suponía transponer
los límites de la realidad y dejarse transportar a un mundo en donde todo era
verde, silencio, rumor de pequeñas cascadas y brisa suave rompiendo la sombra
de los árboles para dejar pasar cálidos y acogedores rayos de sol. El bosque
estaba surcado por senderos de piedra, a cuyos costados florecían grandes
helechos y pequeñas flores rojas, amarillas y azules. Suavemente ondulado, el
terreno dejaba ver a veces pequeñas abras en donde el sol calentaba más, y
donde, eventualmente, yacían iguanas y tortugas, gozándolo. Un montón de pájaros
anidaba en los grandes árboles; cantaban todos juntos a veces, realzando aun más
el silencio, que solía sentirse como un ruido sordo y pesado, una vibración de
todo lo invisible.
Siempre hubo gente, y
seguramente la seguirá habiendo, que gustaba de internarse en ese bosque y
pasar allí un día entero, incluso pernoctar en alguna de las cabañas vacías
que, construidas quien sabe en qué época, todavía se mantenían en pie. Eran
personas que gozaban del silencio y la soledad, deseosas de alejarse un poco
aunque más no fuera del ruido de los demás.
Pero sin duda el atractivo máximo
de aquel bosque era
En primer lugar, su tamaño
era bastante considerable, casi como un plato grande de sopa. Tenía cuatro
grandes pétalos aterciopelados, con un ancho de alrededor de dos centímetros,
y en el centro de ellos se ubicaba una especie de botón formado por cientos de
flores más pequeñas, de similar estructura que la mayor.
Pero lo verdaderamente
particular del caso, lo que hacía a esta flor totalmente diferente a todo lo
conocido hasta el momento, era su manera de reaccionar frente a los que se
acercaban a admirarla. Así, si un niño intentaba tocarla (sólo los chicos
sentían a veces el impulso de hacer eso, tal era el respeto que ella inspiraba),
retraía levemente sus pétalos, que adquirían al instante una leve tonalidad
azulina, casi el color del cielo, un cielo de amanecer en un día totalmente
despejado. Y despedía además un aroma a glicinas, algo mezclado con magnolias,
que perfumaban por largo rato el bosque en varios kilómetros a la redonda.
Porque se omitió decir, al
principio de este relato, que
Así como se ponía azul
frente a los niños, algunas personas provocaban en ella colores desconocidos,
extrañas mezclas que ni los más sofisticados métodos hubieran podido
conseguir jamás. Cuando los visitantes eran varios, se sabía que
Pero el punto más
interesante era el siguiente: ¿Podía
Se presentaban varias
opciones, algunas muy racionales, otras muy alocadas, y en general todas
bastante impracticables.
Y también existían leyendas,
algunas de ellas muy antiguas, extendidas en el tiempo desde épocas remotas,
cuando el bosque era sólo conocido por quienes habitaban su zona circundante y
Así, ante el fracaso de
todas las investigaciones científicas y la imprecisión de todas las teorías
sostenidas, muchos estudiosos se volcaron a las leyendas, especialmente a ésta
que se acaba de describir, teniendo en cuenta que era la más mentada por los
vecinos de la zona aledaña al bosque. Entonces todas las miradas estaban
orientadas al siguiente objetivo: ¿Quién era esa persona de corazón puro,
inocente y candorosa? Es más, finalmente, ¿qué era una persona de corazón
puro? ¿qué era un corazón puro? ¿qué era un corazón? ¿qué era ser puro?
Todos estos interrogantes
desvelaban a filósofos, teólogos, politólogos, sociólogos, analistas de la
realidad, biólogos y a todo aquel que de alguna u otra manera integraba el
grupo de personas “pensantes”, no sólo en la zona, sino en el mundo todo.
Se barajaban, claro está, las más diversas teorías, cada una de un color
diferente de acuerdo a la procedencia y habilidad de su sostenedor o propulsor.
Pero nadie daba en la tecla y
Se buscaron, incluso,
personas de “corazón puro”, haciendo castings que incluían cansadoras
entrevistas con toda clase de exámenes, tests y pruebas psicológicas de
diverso tenor. Pero nadie era elegido; ni varón ni mujer adultos lograban que
la comunidad de estudiosos los considerase dignos de llorar. Sucedían entonces
periódicos abandonos y el tema quedaba “guardado”, esperando mejores
oportunidades, ocasiones que eran propicias para hacer descansar a la opinión pública
y aprovechar otros temas de interés general.
El bosque, periódicamente,
recibía oleadas de visitantes, que, como ya se ha aclarado, gustaban de la
soledad y el silencio. En una de esas oportunidades ocurrió el prodigio que
cambió todo para siempre.
Uno de esos visitantes sufrió
el fenómeno acostumbrado en quienes se horrorizaban al ver el color que tomaba
Había llegado a una zona en
donde la sombra era tan espesa que apenas podían vislumbrarse unas motas de sol
allá en lo alto, filtradas por la maraña de hojas y raíces aéreas que pendían
de los enormes árboles, cuyos troncos, viejos y leñosos, lo rodeaban ahora.
Esas motas de sol, redondas y centelleantes, que no llegaban al piso y que se
movían según el viento movía a su vez la espesura que las filtraba, le
trajeron una vaga sensación de vacío en el alma que no tardó en llenarlo de
una angustia atroz. Bajó la vista y vio sus propios pies, llenos de barro y
hojarasca, sus piernas temblorosas y el suelo marrón, sosteniéndolo. Puso sus
manos a la altura de su cara y las observó largamente. Sintió un cansancio de
siglos y se sentó al pie de uno de los grandes troncos, reclinándose en él.
Ese instante fue eterno, porque al cerrar los ojos pudo ver nuevamente esos
destellos de sol filtrándose por la persiana de su habitación, cuando era
chico, y sintió exactamente igual que antes la tranquilidad que sólo le daba
saber que había llegado un nuevo día, que la noche había pasado y que un montón
de posibilidades iluminadas se presentaban delante suyo hasta que, nuevamente,
la oscuridad cubría todas las cosas.
¿Un nuevo día? ¿Qué día?
¿Había acaso un nuevo día nuevamente? ¿Cuál? Ante estas preguntas abrió
nuevamente los ojos, observó el bosque circundante y recobró su agitación
anterior. Se incorporó, miró brevemente a su alrededor y comenzó a caminar
sin rumbo, primero lentamente y luego con un ritmo cada vez más rápido, como
quien sabe dónde va pero no lo recuerda exactamente. Los círculos de sol se
hacían cada vez más evidentes y le golpeaban en la cara con toda su fuerza; en
realidad lo iluminaban y quizá lo reflejaban como cientos de pedazos de un
espejo roto. Había tomado el camino de subida y sus piernas se cansaban más y
más, pero no quería parar: él sabía que sólo esa carrera, ese ascenso, lo
salvaría de recordar su propia imagen, su propio color, su propia Flor evidente
e inevitable reflejando una realidad que, de haber podido, hubiese querido
evitar. De la misma forma que golpeaban en su cara las volutas de luz, golpeaban
en su corazón cientos de recuerdos, de ausencias, de remordimientos, cuentas
pendientes de uno u otro tenor que sólo ahora aparecían en su memoria después
de haber estado años, siglos, dormidos y latentes. Entonces entendió su
verdadera dimensión, o al menos tuvo la certeza de acercarse a ella: él no era
nadie, ni menos, ni poco ni mucho; sólo uno más en el montón, cargando
errores y tropiezos que le pesaban en cada paso y se traducían en esa angustia
que, a borbotones, subía desde su corazón.
Fue allí en ese instante
justo que llegó a un límite, una especie de nivel de poca altura. Abajo se veía
una espesura verde y en el centro de ella algo azul, brillante como un cielo en
una mañana de viento sur, le llamó la atención por su belleza y lo emocionó
hasta las lágrimas. Se sentó con las piernas colgando y se aferró a unos
helechos que creían en la superficie. Y lloró amargamente, como quien ya no
tiene esperanzas, ni vergüenza ni mañana por vivir. Tanto lloró que sus lágrimas
cayeron y bañaron la espesura del bosque, y
Él desapareció en la vida,
a la que volvió cumpliendo un mandato tan antiguo como inexorable. Nunca se
supo su nombre ni se conoció su rostro, pero azul fue y es su color, como el de
aquellos de corazón puro.
Santa Fe, febrero de 2004