Jerusalén

un cuento de Enrique Salvador Moscato


Pareciera que va a llover. El cielo está encapotado, la luna no se ve y todo está como suspendido en el aire pesado que nos envuelve.

Hace muchos días que no llueve. La tierra está seca, las plantas se marchitan de a poco y la luz se torna cada vez más difusa por la tierra que vuela. Se ven, sin embargo, relámpagos por las noches. Pero son falsas alarmas, como si hubiese alrededor volcanes a punto de hacer explosión.

Las casas han comenzado a cerrar sus puertas porque, a pesar de ser invierno, el calor es insoportable. Sus dueños tratan de conservar el aire fresco que se mantiene en sus interiores, oscureciendo las salas con pesadas cortinas de paño. Algunos se niegan a conectar los ventiladores, envueltos todos, como es costumbre, con sus cubiertas plásticas. Pero en la siesta la temperatura pasa los cuarenta grados, se corta el agua por el Plan Director de Ahorro de Energía, vigente desde marzo, y se interrumpe el tránsito en las calles más importantes por temor a que el asfalto termine de arruinarse por el paso de los vehículos sobre la masa gelatinosa en que se convierte a esas horas.

No cambian mucho las cosas por la tarde. La gran mayoría de los comercios todavía en pie abren sus puertas recién a las seis, y sólo para ofrecer los saldos por liquidación total. Las fábricas –dos que habían quedado funcionando- terminarán en pocos días de pagar las últimas indemnizaciones, y se estima que cuando los beneficiados terminen de gastar su remuneración la ruina de la ciudad será casi completa.

Desde que el diario cerró sus puertas, las radios fueron rematadas y la estación televisiva desmantelada por los últimos saqueos del mes pasado, nadie sabe muy bien dónde vive. Es por eso que se han tomado estas medidas.

Ya desde hace tiempo que eran necesarias. Era común oír, en las mesas del último café que abrió sus puertas hasta el 15 del mes pasado, la discusión sobre el nombre de la ciudad. Algunos, los más memoriosos, decía que la radio solía decirlo a la mañana, en el inicio de la transmisión, y que en el logotipo de la estación televisiva figuraba hasta el escudo provincial. Otros, más sinceros con ellos mismos, decían que a eso nunca le prestaban atención, pero que fechaban las cartas poniendo un nombre antes, claro que en forma tan mecánica que no podían recordarlo. En realidad, aquí no se escriben cartas desde que cerró el correo, cuando la energía eléctrica quedó definitivamente destinada a los dos hospitales y al Palacio de Justicia, el último mes del último año.

En la Feria Franca , un lugar muy popular desde que se convirtió en el único sitio donde comprar provisiones, la discusión no era muy diferente. Prevalecía la opinión de que no era muy importante, después de todo, porque nada iba a cambiar teniendo o no nombre. Además, el verdadero nadie lo iba a recordar a ciencia cierta, porque ya se habían barajado tantos, que el real sería una carta más tirada al aire.

Por cierto que el Consejo Supremo Municipal tomó una sabia decisión al convocar al plebiscito, entonces, para elegir nombre. Los ciudadanos debían concurrir al atrio de las dos parroquias que funcionaban todavía, para escribir el nombre deseado en papeles colgados a tal efecto en las puertas de dichos templos.

El acto eleccionario se llevó a cabo un domingo, el de Ramos, más precisamente, y el nombre elegido fue Jerusalén.

Desde que esta ciudad es Jerusalén, todo el mundo que la habita espera lluvia, frío vientos huracanados y grandes prodigios. Los vecinos salen a la puerta para mirar el horizonte oeste, tradicionalmente el anunciador de tormentas. Los escasos automovilistas hacen rugir sus motores o tocan bocinas cuando ven nubes sospechosas por el sur, tradicionalmente el anunciador del frío. Y entonces, ante la más mínima esperanza, la gente festeja ese día, enciendiendo los televisores para ver el incesante nevado de la nada, conecta las radios para escuchar las descargas o las lejanas músicas de países extranjeros, se lavan las caras en vez de cocinar en los cuarenta minutos de agua corriente, y comen naranjas, la fruta más cara.

Pero Jerusalén tiene esperanzas. Se han organizado apuestas para el próximo día de lluvia, el día tan esperado, el prodigio mayor. Quien acierte la fecha exacta y la hora será Consejero Supremo y detentará el alto honor de ser él mismo quien, en solemne ceremonia, convoque a elecciones generales. Además, podrá comprar dos kilos de naranjas por sobre la ración estipulada y su zona tendrá diez minutos más de agua potable. Jerusalén además ha recuperado su fe. Los teólogos (en realidad dos profesores de historia, una maestra y cuatro alumnos de la ex facultad de Ciencias Hídricas, con el asesoramiento de los dos ex sacerdotes) se reúnen dos veces por semana para descubrir cuáles fueron realmente los pecados cometidos, las faltas que llevaron a que todo esto suceda y no deje de suceder, como si hiciera cuarenta años o quien sabe cuántos más, como si llovieran pestes en vez de agua, como si las noches fueran más eternas de lo que son, como si la gente fueran insalvables presas de exterminación y oprobio. “Algo pasó, mientras pasaba lo que nos pasaba sin que nos diéramos cuenta, mientras lo que nos pasaba nos pasaba por encima y nosotros no pasábamos, y nos dejábamos pasar”, dicen.

Y rezan, como todos rezamos, a esta hora casi siempre, por las noches, al principio pidiendo desesperadamente, con gritos interiores que parecen escucharse en el silencio denso de las dos parroquias, después preguntándonos y preguntándole a Dios qué es lo que pasa, y finalmente contemplando la grandeza de ese Dios que nos escucha (sabemos que así es, porque solemos oír la atención que nos presta, como si fuera un murmullo suave que va más allá de las hojas de los árboles que a veces se mueven con la brisa norte) mientras nosotros permanecemos mudos, cada uno en el lugar en donde lo sorprenda el toque de las campanas, algunos agachando las cabezas, otros juntando las manos o arrodillados, como ahora, en que parece que va a llover, y el aire está más denso, más pesado, más oscuro, y hay relámpagos, y parece que finalmente va a caer la santa agua sobre Jerusalén.

 Enrique Salvador Moscato

Santa Fe, 2004

Enrique Salvador Moscato en San Martín de los Andes (provincia de Neuquén, Patagonia)

Enrique Salvador Moscato en San Martín de los Andes (provincia de Neuquén, Patagonia)

 


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