Interregno

un cuento de Enrique Salvador Moscato


El viento del sudoeste y la imposibilidad de virar hicieron que me encuentre hoy refugiado bajo esta improvisada vivienda que construí con las pocas fuerzas que tengo.

No sé quién soy, o no sabía. Supongo que he perdido la memoria; en mi mente sólo aparecen imágenes sin aparente relación que creo han de ser mis únicos recuerdos. Algunas de ellas son muy claras, como la de una tormenta interminable, el sonido del viento y una gran confusión, por eso estoy seguro que he llegado desde el mar que, sin parar de moverse, rodea este lugar por todos lados. Llegué seguramente arrastrado por el viento hacia el noreste. Es posible que esto sea el sur de Chile, no más al norte del paralelo 48°.

Me imagino que estoy en una isla de las muchas que componen el archipiélago austral sobre el Pacífico, pero no he caminado más allá de trescientos o cuatrocientos metros en todas las direcciones, porque el frío es muy fuerte y me impide alejar del refugio. Es curioso que no haya nadie aquí, ni señales de vida humana. Sólo existe una vegetación muy reducida, restos de enormes huesos en la playa (quizá sean de ballena) y una llovizna incesante, ventosa y absolutamente molesta. Creo sin embargo que debe ser verano: de otra manera, la temperatura me sería insoportable y no podría alejarme del reparo que me cobija. Además, mi ropa no es la adecuada para andar en el invierno por regiones cercanas al Estrecho o, más aún, posiblemente, al Cabo. Quizá sea diciembre. Cerca de las fiestas.

Casi nada de lo que pienso y veo me es claro. Hay un bote en la playa que supongo fue el que me posibilitó llegar hasta aquí, pero por la bravura del mar y la frecuencia de los chubascos creo imposible que alguien llegue con vida a alguna costa a bordo de nave semejante, que hubiera podido flotar días y días mar adentro, soportar incluso tormentas, pero en la zona cercana a la playa hubiese sido destruida en segundos, desintegrada golpeándose contra el fondo y subidos sus restos hacia la superficie que, sí, hubiesen llegado diseminados a la playa. Y yo, o cualquier eventual tripulante, con ellos. Pero sin embargo el bote está intacto, y yo también, salvo algunos magullones en las piernas, varios desgarros en mi ropa y sal por todos lados.

Y no llegué solo. Desperté en la playa, bajo la llovizna, abrazado a una caja de metal forrada en cuero con algunos objetos dentro, entre los que se cuentan un paquete con fósforos, varias lonjas de bacalao seco, tres cantimploras llenas de agua dulce y el cuaderno con un lápiz amarrado por un hilo a su lomo, en el que escribo estas líneas. Supongo que en medio del naufragio me aferré a aquello que, eventualmente, podría salvarme la vida.

¿Naufragio? Es lo más probable, pero también puedo no haber naufragado. Quizá he venido aquí voluntariamente, con algún interés especial. Científico, posiblemente. Quizá haya querido hacer la experiencia de sobrevivir en un lugar inhóspito, al que debía llegar en un bote precario y sólo con tres cantimploras de agua dulce, varias lonjas de bacalao y un paquete de fósforos. Es posible que yo sea un científico, sí. Que investigue la capacidad de supervivencia de la gente, o la evolución de algunas diminutas especies en estas heladas tierras, o la flora, o los vientos, o lo que fuere.

Y lo hago: el bote me sirve de techo, unas cuantas maderas secas de paredes y los fósforos para encender el fuego, que no dejo apagar y que alimento con cualquier cosa combustible que encuentro por allí, que no son muchas. Paso el día, bastante largo por cierto, sentado al lado de ese fuego, pensando y mirando el mar. Y me alimento pacientemente con el bacalao y algunas raíces que extraí de unas pequeñas matas que crecen en una lomada cercana. Si no hiciera tanto frío podría acostumbrarme a vivir aquí; después de todo, no recuerdo haber vivido en otro lugar, sólo la sensación de haber llegado de un largo viaje y una clara necesidad de descansar. Pero por otro lado hay una especie de deber moral de averiguar quién soy, o quién era, a dónde voy, o dónde iba.

Y a este trabajo me he dedicado en los últimos días, después de desarmar las partes laterales del bote para tratar, vanamente, de construir algo parecido a las paredes de una improvisada vivienda. Evidentemente no sé absolutamente nada de supervivencia, me siento torpe con las manos y no logro más que estructuras que duran hasta el siguiente ventarrón. De todas maneras sobrevivo, me las ingenio para seguir, y he encontrado alguna cantidad respetable de ramas secas lo suficientemente aptas como para mantener, como dije, el fuego siempre encendido. A su lado, porque ya es imposible salir a explorar apenas el sol baja un poco, me he puesto, como aclaré, a pensar.

Es posible que sea verano, pero el sol baja demasiado pronto. Por cierto carezco de reloj, pero algo me dice que el tiempo está pasando más rápido que antes. Sin embargo no sé a qué me refiero al decir “antes”, de manera que este punto me resulta harto confuso y prefiero dejarlo de lado, máxime teniendo en cuenta algunas derivaciones que me inquietaron todavía más, como por ejemplo la imprecisión con respecto al mes que transcurre, al año, el siglo y la era. Sobre nada de esto tengo certeza, pero llego generalmente a elaborar algunas hipótesis como las más probables: sobre el mes que sea, o la estación, ya escribí; me parece diciembre o más globalmente, verano. Esto siempre que me encuentre en una de las islas del archipiélago austral de América del Sur, sobre el Pacífico, cosa que tampoco sé con certeza, y que infiero sólo porque sopla generalmente el viento del sudoeste, que supongo polar, porque es helado, y porque la isla o lo que fuere en que me encuentro tiene algunas estribaciones que se hacen progresivamente más altas hacia el este, lo que me hace sospechar que se traten de resabios de los Andes o de la cordillera de la costa chilena. Con respecto al año que transcurre, o que termina si es diciembre, o que está por empezar si es enero, las posibilidades son infinitas y me ha parecido más atinado comenzar por tratar de definir el siglo. Primeramente hablo español, y lo escribo con discreta corrección, por lo que ha pasado ya la Edad Media y esta lengua ha quedado definida al punto necesario como para que pueda yo utilizarla. La ropa que llevo puesta está demasiado rota como para animarse a analizarla, pero no es ropa romana, ni cartaginesa, ni normanda ni vikinga. Es occidental a todas luces, como lo son las botas –que logré secar y estoy utilizando nuevamente- de un cuero muy noble y suelas fortísimas. Además, la caja a la que aparecí aferrado contenía elementos que no existían, supongo, en la antigüedad: fósforos, lonjas de bacalao, el cuaderno y el lápiz y las cantimploras, que gracias a Dios logro llenar con agua dulce en un arroyo cercano los días en que no sopla demasiado viento.

Además, si estoy en la zona del Estrecho, o más aún del Cabo, es al menos el siglo XVI, o quizá más, porque sé que este lugar puede ser una de estas zonas, y por lo tanto ya la humanidad que habla el español sabe que estos lugares existen, incluso yo, que aunque todavía no me conozco lo suficiente, me aventuro a afirmar que no poseo una cultura demasiado profunda, y que no debo ser más que un marinero o algo así, sea de la época que sea. Es factible entonces que ya haya pasado el siglo XVI, y transcurra el XVII, el XVIII o el XIX; la posibilidad de estar en el siglo XX, o incluso más adelante, me aterra, y la razón de este sentimiento la desconozco.

Llegado a repensar incontables veces estos puntos, me he dedicado también a tratar de conocerme un poco. Manejo un discreto lenguaje y escribo; esto me hace pensar aún más en la posibilidad de estar en un siglo avanzado en el tiempo, en que la escritura se halle ya popularizada. Por cierto mi calidad literaria no es la mejor, estos apuntes sólo resultarán, en el mejor de los casos, entretenidos: entender este punto me lleva a inferir que en mi vida pasada he leído lo suficiente como para reconocer algo bien escrito de algo mediocre. Y supongo que tengo buen gusto, porque al releer, a veces, las líneas con que voy llenando este cuaderno, siento cierto disgusto e impotencia por no poder expresar mejor mis vivencias, y alguna envidia por quién sabe cuáles maestros leídos en el pasado.

Por lo demás, no debo pasar de los treinta años, a lo sumo treinta y cinco; mi estatura es mediana, mis manos grandes y fuertes (que me sirven de mucho en el tiempo que paso aquí) y mi rostro nada desagradable, tal y como lo veo reflejado en una pequeña laguna cercana. Eso sí, me resulto totalmente desconocido, no recuerdo haberme visto antes. Antes de ayer, en que curiosamente encontré, a bordo de un barco que creí era mi salvación, una increíble pista.

Comencé a ver un barco a lo lejos (el barco en el que hoy continúo escribiendo), primero como un punto pequeño un poco más acá del horizonte, y luego cada vez más grande con su enorme vela desplegada al viento.

Apenas lo vi, me acerqué a la playa, desafiando el frío que, por esa hora, casi escondido el sol, era atroz. Me paré casi al borde del mar, agitando los brazos, como supongo debe ser la actitud usual de quien quiere ser descubierto. El barco –un gran velero en realidad- venía directo hacia mí, y los minutos que tardó en amarrar en una de las rocas cercanas me resultaron eternos. Cumplidos los trámites de su amarre, saltó a la playa un hombre joven, bien vestido, abrigado –lo cual me produjo desde el primer momento una terrible envidia- y sonriente. Se acercó a mí, corriendo casi los doscientos o doscientos cincuenta metros que nos separaban, mirando de a ratos el entorno con cierta expresión de inocencia turística, feliz de la vida. Mirándome fijo me dijo, con enorme entusiasmo: “Llegué, perdón por la tardanza… el viento, es traicionero… pero fascinante…”.

No supe qué decir. Su rostro me resultaba familiar, sus manos mucho más e inconfundibles sus botas: esas botas eran las mías, pero más nuevas. “¿De dónde viene?”, fue la única frase que atiné a decir. Él rió, me puso una mano sobre el hombro y me dijo: “De casa, vengo a buscarme. Vamos, tenemos un montón de días hasta llegar a casa”.

Todo giró para mí, la confusión fue mucho mayor que cuando había despertado en la playa, luego de lo que yo intuía un naufragio o un desembarco infortunado. Mis sospechas eran terribles, pero cada segundo que pasaba las veía confirmar en la realidad, o lo que fuere, que vivía ahora, en la playa nuevamente, frente a ese hombre que no podía ser otro que yo mismo.

“¿Quién soy?”, pregunté arrepentido al segundo por lo desafortunado de la frase, que me sonó a folletín romántico. “Un tarado –contesté, frente a mí- que supuso que cruzar el estrecho de Magallanes y llegar a Puerto Natales en un velero era fácil. Por supuesto, naufragué, pero con suerte. El velero se salvó, pude volver a abordarlo. Ahora hago el camino de vuelta, vengo a buscar algunas cosas que quedaron aquí. Vamos, no tenemos todo el día. Me espera un barco como la gente un poco más al sur. De allí vamos a Gallegos y después tomamos el avión”.

“No estoy seguro de ser yo –dije, ante mi asombro-, todos estos días he pensado otras cosas”.

“Lo sé –respondí, algo triste, y sentándome en la arena- pero la realidad no se puede cambiar. Todo lo que pensé tiene sentido sólo aquí, en esta isla a la que seguramente no voy a volver nunca más. Es mejor olvidar todo y seguir una vida normal”.

“Yo no recuerdo nada de la vida normal –dije, firme y parándome- he perdido la memoria”.

“No –contesté, parándome de la misma manera- no perdí la memoria, sé quién soy, lo sé bien. Tengo una vida en la Argentina que recuerdo perfectamente. Es más, este instante es un momento de esa vida, no es algo aparte, no puedo separar las cosas. Soy enteramente yo, y estoy muy seguro de mí mismo. Debo volver, hay que subir ya al velero. Supongo que escribí todas las experiencias en el cuaderno que dejé para ese fin en la caja… si no, todo esto hubiera sido inútil. ¿Escribí lo suficiente?”.

“Sí –respondí- escribí todo lo que pude. Pero no soy buen escritor, redacto mal y no se me entiende”.

“Ah, siempre con la manía de la perfección –salté, casi enojado, mientras caminaba a mi lado rumbo al velero. Eso no lleva a ninguna parte, bastantes problemas me ha traído ya. Esperando lo mejor, siempre: el menor acto, la más mínima intrascendencia no sirve si no es perfecta. Pero eso esperé aquello que nunca vino”.

“Hasta ahora –dije, casi con miedo-, yo siempre tengo esperanzas”.

“Y de ellas vivo –contesté- pero tampoco sirven de mucho si no se acompañan con algo más concreto”.

“Por supuesto –respondí, vencido-, finalmente siempre tengo la razón”.

Así, no muy convencido de la realidad que vivía, subí conmigo al velero, al que por cierto no reconocí, a pesar de los esfuerzos que hice por encontrarlo familiar. El diálogo continuó varios minutos, hasta que callé y decidí concluir este relato iniciado en el cuaderno, que guardaré por el resto de mi vida como un tesoro. Debo anotar también que me asombró mi habilidad para maniobrar la nave. Ya estoy avistando el buque que nos devolverá a la Argentina.

Guardaré siempre este cuaderno, no sé por qué, pero le he tomado un enorme cariño, similar al cariño que me inspiraban los libros de lectura forrados en papel azul araña, en la escuela primaria. No se lo voy a dejar tocar a mis hijos ni a nadie. Será sólo mío, diga yo lo que diga: en esto no me voy a hacer caso.

Estoy avistando el buque, ya está muy cerca. Sueño con una ducha caliente. Evidentemente no estoy en el siglo XVI, ni XIX, ni siquiera a comienzos del XX. O quizá sí, y esto es el futuro, al que me transporté por un sueño o un desvarío de la imaginación. Piense lo que piense, siempre me quedarán muchas dudas. Y no me voy a convencer a mi mismo tan fácilmente. La próxima vez, es posible que no me haga caso. Después de todo, me estaba acostumbrando a estar en la isla.

 Enrique Salvador Moscato

Calmayo (Córdoba), julio de 2001


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