De Terra Incognita Sed Nunc Reperta

de William Riker


dedicado a Enrique

 

Año del Señor de 1333. Ricardo de Bury, obispo de Dirham y canciller de Eduardo III llega a Aviñón con una embajada para Juan XXII. Durante su estadía en Francia conoce al gran poeta Francisco Petrarca. Entre las tantas cosas de que hablan, como recuerda el poeta en sus Familiares, está la legendaria Última Thule, la misteriosa tierra más allá del océano sobre la cual fabulaban los geógrafos antiguos. Una vez vuelto a su patria, el obispo habla de esto con el rey Eduardo III de Inglaterra.

“Ya San Brendano, hace ocho siglos, cruzó el océano”, le explica, “y a bordo de una cáscara de nuez. Nuestras naves podrían fácilmente repetir la empresa, y vos podríais sumar un nuevo dominio a vuestra corona”.

El rey mueve la cabeza: “Realmente tengo otros proyectos… cinco años atrás, con Carlos IV, se extinguió la dinastía de los capetingos de Francia, como había predicho el Gran Maestro de los Templarios Jacques de Molay, mandado arder vivo por aquel demonio de Felipe el Bello. Ahora la corona pasó a Felipe IV de Valois, pero yo intentaría hacer valer mis derechos y…”

“¿Y aspirar al trono de Francia, majestad?”

“Por qué no. Después de todo, Guillermo el Conquistador viene también de Francia. Ellos y nosotros somos de la misma raza. ¿Por qué un solo rey no podría gobernar tanto Galia como Bretaña?”

“Dudo que los franceses aceptaran de buen gado un soberano extranjero, majestad. La guerra que se desencadenaría contra vos podría ser larga y sangrienta”.

“No veo por qué nosotros los Plantagenetos debamos tener miedo de presentar batalla con los Valois. ¡Estoy dispuesto a guerrear por cien años, si fuese necesario!”

La perspectiva de una guerra secular inquieta a Ricardo de Bury, que busca en su ingenioso cerebro y finalmente arroja la idea justa:

“¿Qué me diríais si os propusiese conquistar un reino, quizá un imperio, sin necesidad siquiera de derramar una sola gota de sangre inglesa?”

“Que sois más soñador que ese poeta italiano, Dante Alighieri creo que se llama. O que en Aviñón, ese amigo vuestro, Francisco Tetrarca, os ha llenado la cabeza de ideas románticas”.

“Se llama Petrarca, majestad. Y es el máximo conocedor viviente de los clásicos latinos. Si él me ha hablado sobre una gran tierra de inmensas riquezas, de la cual han hablado además Estrabón y Plinio el Viejo, bien, sabe lo que dice. ¿A cuál de vuestros súbditos vos daríais crédito si os asegurase que puede conquistar el reino de Francia en una semana, sin haber muerto ninguna persona en el campo de batalla? o, ¿a qué predicador prestaríais vuestro oído si tratase de demostraros la falsedad de la Santísima Trinidad después de haber estudiado teología sólo por tres días? En cambio Petrarca estudia los clásicos antiguos prácticamente desde que era un lactante. Me aseguró que del otro lado del mar hay una tierra inmensa, visitada por los argonautas griegos y por Piteas el marsellés, a cuya comparación las tierras de Europa le parecieron pequeñas y pobres como las islas rocosas a lo largo de Cornualles”.

Ricardo III comenzó a mostrarse interesado. “¿Un reino inmenso y riquísimo más allá del océano? Pero ¿más allá del océano no está sino el infierno, a cuyas puertas está apostado el espíritu de Caín, presto a atrapar los incautos navegantes y arrojarlos abajo?”

“Bromas, mi sir. Leyendas transmitidas por marineros borrachos en los puertos de Bristol o Porstmounth, para embobar a las prostitutas que los acompañan. Infierno y Paraíso son otras dimensiones que nada tienen que ver con la nuestra, y no existe ninguna puerta de los Infiernos en algún rincón del globo terrestre. Más allá del mar hay otras tierras, y pueden ser todas vuestras, si empeñáis todas vuestras energías para conquistarlas, ¡aunque sea para hacer la guerra a los Valois!”

El rey despidió a Ricardo, pero por una noche entera no pudo dormir, perturbado por las palabras del obispo. A la mañana siguiente lo convocó con urgencia.

“He decidido daros crédito, monseñor. Después de todo, mi ejército todavía no está preparado para la guerra en Francia, y mientras lo refuerzo puede valer la pena verificar si este Petrarca tiene razón al quemarse la vista sobre sus mapas polvorientos. Armaré tres naves en el puerto de Southampton: esa ciudad me debe corveas, y me las pagará dotándome gratuitamente de hombres y medios”.

“¿Y éstos partirán a la búsqueda de la Última Thule?”, preguntó Ricardo, que no podía mantenerse en sí.

“No exactamente”, respondió el soberano. “Vos partiréis hacia la Última Thule. La idea es vuestra, me parece; no creo que dejaríais zarpar las naves sin ser de la partida”.

Ricardo de Bury empalideció de pronto y se le heló la sangre. “¿…Yo? Pero sir, no soy un capitán de navío… ne sutor ultra crepidam…”

“Vamos… guardad vuestros latines, monseñor. ¿Sois un eclesiástico no? Bueno, los bravos hombres de mar tendrán necesidad de alguien que les recuerde que son cristianos cuando se encuentren en medio del océano. El rol de legado eclesiástico y guía espiritual de la expedición le viene como anillo al dedo. Habéis estado ya en París, en Aviñón y también en la corte del emperador Ludovico de Baviera; si entre los hombres de mi corte pienso en alguien para este viaje, me venís en mente vos”.

“Sí, pero Aviñón no está más allá del océano… y en Durham…”

“Vuestro auxiliar hará muy bien vuestro papel mientras estéis de gira por el mundo en busca de aventuras. Os confío la organización de la expedición. Para tal fin habéis un año de tiempo a partir de este instante. Ah, me olvidaba: buena suerte”.

“Estoy muerto”, pensó el obispo mientras dejó la sala del Trono con paso de quien sube las gradas de la horca. “Nadie ha vuelto de un viaje más allá del océano. Y para más, si fallo, el rey declarará la guerra a Francia y desencadenará una lucha que diezmará la flor de la juventud inglesa. El destino no de una, sino de dos naciones está en mis manos: Santo Tomás Beckett, ¡sálvame tú! Pero quizá exista un hombre mortal que pueda ayudarme de manera decisiva”.

Y así, con el permiso del rey Ricardo de Bury retornó al continente, nuevamente a Aviñón, donde Petrarca vivía y trabajaba en calidad de capellán y bibliotecario al servicio del cardenal Juan Colonna. El poeta lo recibe con alegría y lo escucha mientras, con voz casi lastimosa, el amigo lo pone al tanto de la situación en que el rey de Inglaterra lo ha metido. En un momento salta y le dice:

“¡Es fantástico, Ricardo! El plantagenet te ha dado crédito ¿te das cuenta? Por una vez no ha querido gastar sus malditos escudos en parrandas o para hacer la guerra a algún barón rebelde, ¡sino para financiar una expedición científica!

“Hablas de esto como si se tratara de una peregrinación a Santiago de Compostela, Francisco”

“Y tú en cambio como si se tratara de ir derecho a la boca del Infierno. El verdadero sabio no tiene miedo de nada, porque su sagacidad le indica cómo desenvolverse en cada ocasión, aun en la más desesperada”.

“Quiere decir que no soy tan sabio como tú. Oye… ¿quieres ser de la partida? Tú eres más grande intelectual europeo viviente, y tu conocimiento de los antiguos geógrafos me sería fundamental”.

“¿Y me lo preguntas? Si tú no quisieses, me encerraría en un baúl con tal de ir. Cierto; no será fácil convencer al cardenal Colonna para que me deje partir, pero si el Santo Padre intercede con una palabra justa, podría darse. Después de todo, me debe un favor, después de que lo reconcilié con el duque de Gascuña”. Con un suspiro, agregó: “Será todavía más duro no ver a Laura de Noves por mucho tiempo. Pero nosotros, hombres de letras y de ciencia, debemos estar dispuestos a cualquier sacrificio en nombre del progreso”.

“Si no supiese que tu amor por la marquesa de Sade es sólo platónico, me preocuparía seriamente, Francisco. Y no sólo por el hecho de que estás obligado al celibato después de haber tomado las órdenes menores: el marido de tu dilecta Laura es tenido como hombre que primero zanja las cuestiones con su florete y después acepta las excusas. No me asombraría si algún día conociese un nuevo adjetivo: ‘sádico’ “.

“Estate tranquilo, Ricardo, no tengo intención de hacerme cazar como un tordo por ese bribón a quien, si le fuese dada en mano una pluma de ganso, la empuñaría como un puñal. Bah… quiere decir que aprovecharé la lejanía de Aviñón para seguir con mi cancionero en italiano vulgar en honor de doña Laura, inspirado por la nostalgia del amor. Los poemas latinos que espero me harán famoso como Virgilio, el De Viris Illustribus y el De Africa, pueden esperar; tanto más que, si las cosas va como yo digo, pronto se podrá escribir un nuevo poema, titulado De Terra Incognita Sed Nunc Reperta!

* * *

Después de dos meses, dos hombres con ropas europeas se encuentran entre los mercados y palacios en típico estilo árabe de Granada, el último reducto de la dominación musulmana en España después de la eficaz reconquista llevada a cabo por los reyes de Castilla, Aragón y Portugal en el curso de los siglos XI, XII y XIII de nuestra era.

Uno de ellos está vestido como un burgués, al igual que el otro; pero a diferencia suya se lleva una mano al pecho para tocar su cruz episcopal que pende bajo su hábito de lino escarlata. Su compañero lo nota y le indica:

“Vamos, Ricardo, relájate. ¡Estamos todavía en Europa, no en la mítica tierra de Thule, habitada por grandes gigantes con un solo pie y con la cabeza en el pecho!”

“Sí, pero si estos infieles se dan cuenta de que soy un obispo, ¡como mínimo me martirizan! Me pregunto cómo no exigen quemar incienso a Apolo para poder entrar en su capital”.

“Ya te expliqué que los musulmanes adoran un solo Dios, como nosotros, y no una imaginaria trinidad formada por Apolo, Mahoma y Tervagant, como sostienen los poemas cortesanos”.

Asiente Francisco Petrarca, deteniéndose un segundo para observar curioso las especias orientales en venta en un puesto del mercado. “Además los árabes de España son muy tolerantes, y viven en paz con los cristianos y los judíos del sur de la península. El mito del mahometano sanguinario que lleva una muesca en la empuñadura de su cimitarra por cada diez cristianos muertos, y ya no tiene espacio para más muescas, aquí seguramente está desmentido por los hechos”.

“Si una bocanada de viento sur me arrebata el sombrero y éstos ven mi tonsura, temo que deberás rever tu benévolo juicio, Francisco. Si me cortan la cabeza, recuerda que deberás ir en peregrinaje a Jerusalén a pie para expiar el pecado de haberme conducido hasta aquí, en medio de estos sin Dios”.

“Tú no eres mi confesor, y no puedes aplicarme penitencias”, sonrió el poeta florentino, mientras compraba algunas semillas verdes, que hoy nosotros llamaríamos granos de café de Etiopía, sin darse cuenta de la desilusión del vendedor, que estaba dispuesto a darle más por el precio requerido sin siquiera un atisbo de ese regateo que, para los árabes, es el alma del comercio. “Bueno, la universidad está aquí cerca, y allí encontraremos finalmente a aquél a quien hemos venido a buscar”.

“Puede que entre las materias de estudio no figure el cómo cazar cristianos”, agregó Ricardo de Bury, mirando alrededor como si toda Granada hubiera posado sus ojos en él.

La promesa de Petrarca se concreta poco después, cuando los dos viajeros occidentales atraviesan las puertas del gran centro de estudios, y son llevados por un estudiante a una gran sala desbordante de incunables, mapas, esferas, astrolabios y muchos otros instrumentos de origen oriental, cubiertos de alfabetos incomprensibles cuyo significado resulta absolutamente difícil de descifrar. En medio de todo ese caos está sentado un hombre de barba negra, con un hábito blanco y un elaborado turbante del mismo tono sobre su cabeza. Está realizando complicados cálculos con un ábaco de marfil, y su mirada oscila entre el papel que tiene en la mano y un gran volumen de pergamino, todo cubierto de símbolos que a Ricardo recuerdan pequeñas serpientes enrolladas en sí mismas.

“¿Eres tú Ibn El-Rahman?”, le pregunta Petrarca, viendo que no se disponía a levantar la mirada de sus cálculos.

“Soy Mohamed Ahmed Ibn El-Rahman ben Yussuf ben Khaled”, respondió el árabe en perfecto latín, sin dejar sus ocupaciones. “Siervo del Profeta, astrónomo de la corte del emir de Granada y profesor de geografía en esta universidad. ¿En qué puedo serviros, nobles extranjeros?”.

“Mi nombre es Francisco Petrarca de Florencia, y éste es Ricardo de Bury…”, comienza el poeta, pero el otro interrumpe:

“…gran canciller del rey de Inglaterra, lo sé. No os he preguntado quién sois, sino el motivo por el cual habéis venido a interrogarme”.

Los dos cristianos se miran a los ojos. “¿Tú nos conoces?”

Por primera vez Ibn El-Rahman deja su ábaco y los mira fijamente. “Sois forasteros en Granada. ¿No sabéis que ni siquiera un pelícano puede entrar volando a una ciudad árabe sin que todos conozcan sus características?”

Ricardo sintió una mano de hierro bloqueándole la garganta.

“Quiere decir que se sabe que un obispo cristiano entró impunemente en Granada…”

“¿Vestido de civil y con la tonsura escondida bajo un sombrero de alas anchas que estaría fuera de moda incluso en Escandinavia?”, continuó el árabe, escrutándolo a través las puntas del florete que parecía tener entre los ojos, y con una sonrisa escondida tras la barba. “Se entiende. Pero no tengáis miedo. No somos turcos ni tártaros nosotros”.

“¿Quiere decir que al menos interrogáis a los cristianos antes de echarlos a devorar por los cocodrilos?”, musitó pálido Ricardo, tragando en seco. Petrarca le dio un puntapié en la rodilla, mientras se dirigió con expresión humilde a su interlocutor:

“Perdónalo, oh sapiente. Y perdóname también a mí, pero es la primera vez en mi vida que me encuentro en un país musulmán, aunque por mandato papal he recorrido Europa a lo largo y a lo ancho, de Roma hasta la Germania septentrional”.

Los labios el árabe denotaron una sonrisa. “A lo largo y a lo ancho… si tu supieses cuán vasto es el mundo, probablemente no usarías esa expresión para describir tus viajes”.

“Es justamente por eso que vinimos a ti”, agregó aquel que dará su nombre a Arquà, sobre las colinas Euganeas. “Hemos sido enviados por Eduardo III, rey de Inglaterra e Irlanda, señor de Gales y de la isla de Man, príncipe de Cornualles y de Normandía, etcétera, etcétera, a un largo y peligroso viaje para lo cual estamos organizando la expedición, pero necesitamos de un hábil geógrafo y cartógrafo, alguien que tenga experiencia del mar abierto y de la lectura de las estrellas…”.

“Y vosotros, que os movéis bajo el mandato de un rey cristiano, ¿venís a proponerme a mí, seguidor del Profeta, ser parte de ese encargo?”.

“Sí, noble Ibn El-Rahman. Nadie en Occidente se te iguala en las artes de la astronomía, y nadie ha viajado como tú entre los hombres vivientes. El Profeta que tú veneras no nos interesa; nos interesa sólo tu ciencia. ¿Estás dispuesto a formar parte de la expedición?”

El sabio islámico se acaricia la barba con los dedos cargados de anillos de oro. “¿Y adónde se dirigiría vuestra expedición?”

“Más allá del océano occidental”.

En este punto Ibn El-Rahman se paró, avanzando hacia los dos cristianos, tanto que Ricardo se sintió en el papel de David contra Goliat. “No sé si estar más asombrado por el hecho de que no hayáis ofrecido el papel de guía a uno de los vuestros”, comentó, “o por la meta que os habéis propuesto. ¿Sabéis, oh incautos, que incluso el griego Ulises intentó tal empresa, hacia la tierra de las Antípodas, y no retornó jamás?”

“Pero nuestra meta es clara: Thule, la tierra habitada por los hiperbóreos sobre cuya riqueza fabulaban los antiguos. Hay quien dice haberla ya conocido, ¿por qué no podríamos hacerlo también nosotros, con tu ayuda?”

Mohamed Ahmed Ibn El-Rahman giró, cruzó las manos por detrás y miró a través de una ventana estilo ajimez, con sus marcos finamente decorados con arabescos, como si desde allí pudiese escrutar más allá del misterioso occidente, y murmuró:

“He visto muchas tierras y cosas tan ricas en oro como para hacer temblar la bolsa de Florencia. He atravesado el desierto meridional y visité el gran imperio de Mali, con su legendaria capital de las mil mezquitas y dos mil minaretes. He estado en El Cairo y he visto las maravillosas pirámides, tumbas de reyes paganos ya olvidados, que desde hace cuatro mil años se yerguen dominando el desierto. He girado siete veces entorno de la Kaaba de La Meca, he entrado en la mezquita de Al-Aqsa y en vuestra basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, he visto los esplendores de Damasco en cuya mezquita está sepultado Juan el Bautista. He visto la silueta del arca de Noé perfilarse en el atardecer de las montañas de Armenia. En Mesopotamia he visto brotar de la piedra un aceite que arde como las llamas del infierno. He atravesado las montañas de Persia y he ido más allá de los confines de la India misteriosa, donde Alejandro el Grande debió emprender el regreso… He atravesado la jungla y las aguas del Ganges, el Padre de los Ríos. He visto el Unicornio en Sumatra y el Fénix en Java. He estudiado constelaciones ignotas para cualquier navegante de los mares boreales. En China he visto palacios con tejas de oro y estatuas de Buda altas como una montaña. He entrado en la fortaleza de Samarcanda, donde se oyen hablar todas las lenguas del mundo. He visitado Trevisonda y Constantinopla, Atenas y Chipre, Rodas y Cirene; pero nunca, nunca he pensado que un ser humano pudiese posar sus ojos en la tierra más allá del océano”.

“Pero justamente la experiencia acumulada en tus viajes te habilita para posar tus ojos en la última Thule”, acotó en ese momento Ricardo de Bury, ya olvidado su miedo al martirio gracias al comportamiento pacífico de su interlocutor, y ahora solamente temeroso de sentirse rechazado. “Aunque el viaje parezca imposible de llevarse a cabo, ¿quieres venir con nosotros y ayudarnos a conjurar la guerra que el rey de Inglaterra emprenderá contra Francia si no le mostramos otras tierras para conquistar?”

Ibn El-Rahman permaneció inmóvil un momento, luego giró sobre sus pies. “Iré. ¿Y sabéis por qué lo haré? Para que se pueda decir que si los cristianos conquistaron un nuevo mundo, lo han hecho con la ayuda de un musulmán”.

“No solamente podrás vanagloriarte de esto, sino que montañas, golfos y manantiales llevarán tu nombre si nos indicas el camino justo a través del agitado océano hacia la mítica tierra del norte”, celebró Francisco Petrarca, extendiéndole su mano; pero el astrónomo árabe se llevó la mano al pecho, gesto que los dos europeos, después del inicial desconcierto, repitieron inmediatamente.

“En nombre de la ciencia, de la humanidad y de Dios, sea siempre bendito Su nombre”, proclamó Ibn El-Rahman, sin saber que de estas palabras, de allí en más citadas una y mil veces por cronistas y biógrafos, ponía fin al Medioevo e iniciaba una nueva era en la historia de la humanidad.

* * *

“3 de agosto, año del Señor de 1334. En este día sereno y no muy caluroso, dado que estamos en el norte de Europa y no en el Mediterráneo, que me es tan querido, yo, Francisco Petrarca, hijo del señor Petracco y de la señora Eletta Canigiani, inicio éste mi diario con el cual pretendo describir, a merced de Su Majestad Eduardo III de Inglaterra, las etapas de nuestro viaje hacia lo desconocido, en el que el enemigo más poderoso a vencer no serán los maremotos ni los presuntos monstruos marinos que habitan las inmensidades del océano, sino los prejuicios inveterados de los hombres de nuestro tiempo.

En efecto; hasta último momento notables y (presuntos) sabios han tratado de boicotear nuestro viaje, tildándolo de locura e incluso de blasfemia, porque a su sentir Dios mismo puso cerrojos al hombre, indicándole hasta dónde puede llegar y hasta dónde no. Según creo, este concepto de Dios es completamente errado, porque Él mismo ordenó a los padres en el valle del Edén: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra; sojuzgadla y dominad sobre los peces del mar, sobre los pájaros del cielo y sobre cada ser viviente que se arrastre sobre la tierra”. Pero es que la principal arrogancia del hombre consiste en pretender que la voluntad de Dios coincida con la suya; y las altas jerarquías, sean del Estado o de la Iglesia , han estado siempre particularmente inclinadas a este género de pecado. Como yo mismo soy canónigo y trabajo para la curia de Aviñón, me abstendré de juicios sobre el particular, los cuales un día podrían ser utilizados en mi contra, y me limitaré a recordar cuántos esfuerzos hizo el buen Ricardo de Bury para lograr que se aprobase la propuesta de armar esta expedición, también porque pocos estaban dispuestos a aceptar un astrónomo musulmán a bordo de la nave almirante. Yo mismo he debido intervenir ante la Cámara de los Lores de Londres, empeñada en litigar en modo furibundo respecto de esta aprobación, exclamando a viva voz: “Yo voy gritando, ¡paz!, ¡paz!, ¡paz!” (bella exclamación, quizá algún día la insertaré en alguna de mis poesías). No ha sido fácil convencer a estos nobles de que Ibn El-Rahman sabe más que muchos de nuestros geógrafos juntos, porque ellos han estado como máximo en Constantinopla, pero él ha visto el océano que está al oriente de las tierras emergidas, más allá del Cipango sobre el cual fabulaba Marco Polo, y las selvas impenetrables que están al sur de los montes de la Luna , donde el Nilo baja de su surgente; para convencerles, he debido recordarles cuáles riquezas nos esperan más allá del océano, frente a las cuales todos los tesoros de Francia aparecen ridículos como un pedazo de pirita al lado de una pepita de oro. Y así, aquí estamos juntos, en el tan esperado momento de la partida del puerto de Southampton, sobre el canal de la Mancha , con tres veloces saetas, de sesenta y cuatro remos cada una, usadas generalmente para la guerra pero rara vez para el transporte de pasajeros. Cuando las vio, nuestro geógrafo árabe comentó, con su aire de superioridad que los seguidores del Profeta tienen siempre frente a nosotros los cristianos:

“Bueno… no serán como nuestras shakhtur árabes, con las cuales he viajado a través de las islas de la Sonda , pero parecen bastante confiables. Por lo menos no nos arriesgaremos a un naufragio apenas salidos del puerto”.

Afortunadamente el capitán Jakobsen, un noruego desde hace mucho tiempo al servicio de la marina británica, y al que Ricardo dio el comando de nuestra pequeña flota, no entiende el latín, de lo contrario probablemente lo hubiera hecho izar al mástil más alto de la Saint Mary , la almirante de la expedición. Él es así de celoso de sus naves… la Saint Mary , la Painted y la Saint Claire. La primera tiene cien pies de largo y cuatro árboles; el del trinquete con vela cuadrada, el árbol maestro con dos velas cuadradas, el árbol del medio con vela latina, esto es, triangular; y el árbol de bauprés con vela cuadrada. Tiene una tripulación de cincuenta y cuatro miembros, y la capitanea el mismo Harald Jakobsen. La Painted mide noventa y dos pies, tiene un árbol de trinquete con una vela cuadrada, el árbol maestro con otra similar y el de bauprés con vela triangular; tiene una tripulación de cuarenta y siete hombres. La Saint Claire es llamada también “My Girl”, “mi chica”, por los marineros ingleses, mide ochenta y cinco pies, lleva a bordo cuarenta y dos hombres y tiene un velamen puramente latino, o sea, sus velas son triangulares pendiendo de largas antenas, a su revés conectadas al árbol en su punto medio, mientras los vértices están enganchados por sus flancos. Me explicó todas estas cosas Martin Pinchon, que capitaneará la Painted , mientras su hermano Vincent comandará la Saint Claire. Son dos armadores de Southampton, quienes fueron obligados por la municipalidad a prestar gratuitamente sus naves y armamento a fin de pagar una multa impuesta por el rey Eduardo III a la ciudad por contrabandear con Francia. Su estado de ánimo es fácil imaginarlo: su frase más gentil hacia el rey plantagenois que he escuchado de sus bocas ha sido “Lo pueden devorar los tiburones”. Esto, naturalmente, me cuidaré mucho de incluirlo en el reporte en latín que escribiré al rey al retorno, si hay retorno. Pero el mismo Martin acotó, con una sonrisa maliciosa, otras cosas particulares que tampoco incluiré en la redacción final. En realidad su hermano y él se vieron obligados a ceder al rey sus naves, pero eligieron sus nombres en claro desprecio a la misión que debemos cumplir.

En efecto, la Saint Mary , según me refirió Martín en un francés bastante aceptable, es llamada popularmente por los marineros de Southampton “The Britton”, “ La Bretona ”, por los muchos viajes que realizó entre este puerto y la península francesa de Bretaña. Pero “ La Bretona ” es también el apelativo de una famosa prostituta de Sothtampton, al parecer muy frecuentada por los marineros de la tripulación. También “My Girl”, el apodo de la Saint Claire , es una clara alusión a las mujeres de placer, a quienes naturalmente Ricardo ha negado decididamente el acceso a bordo de nuestra flota. E incluso “Painted”, que quizá a mí me podría recordar la Capilla de los Scrovegni de Papua, refrescada por el Giotto, a estos marineros les hace recordar fatalmente el pesado maquillaje de las mujeres de placer locales. Y así, aunque en la misa introductoria de la expedición mi amigo Ricardo habló de realizar el salto a lo ignoto bajo la protección de Santa María Virgen, Santa Clara de Asís “y de todos los santos que pintan el paraíso con sus aureolas”, los marineros ciertamente pensaban en otras cosas meditando el nombre de las tres saetas.

Después de todo, más allá de las alusiones triviales de los quisquillosos hermanos Pinchon, la expedición ya ha comenzado y no podemos echarnos atrás: como escribió el gran Dante Alighieri, “ogni vita convien che qui sia morta”. A mediodía en punto, en efecto, las tres naves se desprendieron de las banquinas del puerto, y el piloto de la Saint Mary , el castellano Juan de la Cosa , también al servicio de Su Majestad británica, dirigió hábilmente la proa de la almirante hacia occidente, para girar alrededor de la Cornualles. Como los patitos siguen a la madre nadando en un estanque, así la Painted y la My Girl (perdón, Saint Claire) siguieron la nave almirante en un viaje destinado a conducirlas más allá del mundo conocido.

“¿Qué nos esperará más allá, lejos, detrás del horizonte?”, se me escapó decir sobre el puente de la Saint Mary. Ibn El-Rahman me debe haber escuchado, porque rápidamente respondió:

“El mismo cielo que ahora está sobre nuestras cabezas, y nada de lo cual habremos de tener miedo, sólo orgullo de poder ver”.

Inmediatamente giré hacia él y le pregunté: “¿Pero cuánto, cuánto durará nuestra aventura?”

Quizás nuestro astrónomo citaba algún proverbio árabe cuando me respondió:

“Un tiempo seguramente muy breve para conocer todo lo que hay para conocer”.

Porque sé que el más sabio entre nosotros dio un duro golpe a mi orgullo de cristiano, terminé un viejo soneto iniciado mucho tiempo atrás, que quizás un día será famoso como la crónica de nuestra exploración: 

Ma ben veggio sì come al popol tutto
favola fui gran tempo, onde sovente
di me medesmo meco mi vergogno; 

e del mio vaneggiar vergogna è il frutto,
e ‘l pentersi, e ‘l conoscer chiaramente
che quanto piace al mondo è breve sogno

* * *

“6 de septiembre e 1334

Ricardo de Bury, gran canciller del Reino, a Su Majestad Eduardo III, por gracia de Dios Rey de Inglaterra e Irlanda.

Os escribo esta carta aun no sabiendo cuándo podrá leerla, o mejor dicho, incluso no sabiendo si podrá leerla. Como buen canciller, sin embargo, intento dirigiros regulares reportes como si me encontrase en uno de los confines de vuestro reino, aun teniendo conocimiento de que Francisco Petrarca está a su vez tomando notas para elaborar una crónica, o quizá un poema, que celebrará nuestra empresa. Sé que no puedo competir en nada con él, el más grande poeta viviente de todo el mundo cristiano; pero, mientras él –como es probable, conociéndolo- parangonará nuestro viaje con el de Eneas de Troya al Lacio, y usará coloridas similitudes y evocativas metáforas para enriquecer su relato, yo por mi parte intento simplemente presentaros la verdad desnuda y descarnada, como la podéis leer de la pluma de un buen cronista de los anales de vuestro reino, cierto que, aun sin oropeles y referencias mitológicas y literarias, mi relato podrá por lo menos revindicar el hecho de ser el primero en describir los hechos como van sucediendo día por día. Un rey ciertamente necesita un juglar para amenizar sus banquetes, pero también de un analista si quiere dejar testimonio de la propia política y de sus propias empresas en la paz o en la guerra.

Partidos entonces de Southampton el día 3 de agosto pasado, doblamos el cabo Land’s End el día 6 de agosto y circunnavegamos la Cornualles. Después de una tranquila travesía por el mar de Irlanda, nos detuvimos en esta isla, en el puerto de Clonakilty, condado de Corcaigh, para algunas reparaciones en las naves que, al decir de nuestro astrónomo, necesitaban algunas modificaciones para la navegación transoceánica. A vos puedo decirlo, Majestad: si bien el señor Petrarca y el capitán Jakobsen tienen en gran consideración a este árabe, para enrolarlo en nuestras filas he corrido seriamente el riesgo de terminar cocinado vivo en una olla de aceite hirviendo por los moros de Granada; a mí él me es decididamente antipático. Así y todo, cuando yo celebro la misa y todos los marineros siguen la ceremonia, él baja de la cubierta a realizar no sé qué cálculos, y cuando le he preguntado por qué no me hace la cortesía de permanecer, tuvo la impudicia de responderme que la “verdadera fe predicada por el profeta Mahoma” (estoy persignándome mientras os cuento esta blasfemia) afirma que no fue Jesús muerto en la cruz, sino que el cireneo subió en su puesto, y por lo tanto encuentra desacertado repetir el memorial de la muerte de alguien que (otra vez me persigno) “en realidad no ha muerto”. Pero esto podría dejarlo pasar porque después de todo él es un infiel que ignora los dictámenes de nuestra Verdadera Fe, la única que puede arrogarse este adjetivo. Así como podría dejar pasar otros hechos del mismo tenor. Apenas zarpados, Francisco y yo lo vimos realizar complejas mediciones, mirando la posición del sol a través de un diabólico sextante árabe que ha traído, y entonces dije al poeta de Arezzo:

“¡Por San Patricio! Ni siquiera hemos terminado de salir del puerto, y ya calcula la ruta hacia la Última Thule!”

Inmediatamente después lo he visto extender sobre el puente de la nave un tapete tejido a la moda turca, que probablemente venga de quién sabe qué remota región de Asia, y arrodillarse sobre él, rezando con fervor en dirección de un punto que sólo él veía. A mi estupor respondió Petrarca, con su aplastante sapiencia que me deja siempre estupefacto:

“Sabes, Ricardo, estos infieles observan los preceptos de su religión con un escrúpulo mucho mayor que el que nosotros ponemos en observar los nuestros, y uno de estos preceptos consiste en rezar en dirección a La Meca, su ciudad santa, tres veces al día. Se lo he visto hacer una vez a un marinero árabe que había atracado en Venecia. Por esto los árabes son tan hábiles en el estudio del cielo: para ellos es necesario ubicarse, aun en medio del tempestuoso océano o entre las dunas de los desiertos de arena, sin ni siquiera una palma como referencia, y saber dónde se encuentra su santuario”.

Sólo sobre algo se había equivocado mi amigo: estos musulmanes rezan a su Dios no tres, sino cinco veces al día, como he podido contar yo mismo en este mes que ha transcurrido desde nuestra partida de la querida Albión. Incluso, cuando mostré con clara evidencia mi estupor, el cultísimo Petrarca me refutó con su habitual cita virgiliana:


“Vamos, lo decía incluso el mismo poeta mantuano: “Orabunt causas melius caelique meatus / describent radio et surgentia sidera dicent: / tu regere imperio populos, Romane, memento…”. Nosotros nos consumimos en las guerras intestinas entre güelfos y gibelinos, y nos hemos instruido sólo en el uso de las armas; era lógico que otros pueblos nos superaran en el estudio de las constelaciones”.

Encuentro increíble cómo un canónigo de la Santa Iglesia Romana como Petrarca justifica todas estas acciones de nuestro astrónomo a bordo, que en la City de Londres le costarían la hoguera, y así y todo parece justificarlo, como si admitiese que sí, que él sabe más que nosotros. Pero si un genio como él nos pasa por encima, estoy dispuesto a hacerlo también yo, que frente a él soy como un estudiante de primer año de teología frente a Santo Tomás de Aquino. Lo que no puedo dejar pasar es la arrogancia con que este árabe, envuelto en su turbante como si estuviéramos en enero y no al fin del verano, nos trata siempre, y a mí en particular. El otro día estaba charlando con Vincent Pinchon sobre el muelle de Clonakilty y le decía: “Gracias a Dios la cosecha fue muy buena en nuestras tierras de Bury en este año de 1337…”, cuando este Satanás de árabe, pasándonos al lado en dirección a la Saint Claire, me apostrofó con estas palabras:

“También para nosotros en Granada la cosecha de aceitunas fue buena este año. Sólo que este año para nosotros, los islámicos, es el 734…”.

“Váyanse a ese país, tú y tu maldita cronología”, me dio ganas de gritarle, pero me sofrené por la presencia de Pinchon, no queriendo darle una mala imagen del alto clero británico; pero sé bien que dentro de sí este marinero avezado en conocimiento de lenguas, por haber recorrido los puertos de media Europa, le habría espetado también otros improperios, si no se hubiera reprimido a su vez para no darme una mala imagen de la marina de Su Majestad Británica. De todos modos, ayer los trabajos de refuerzo de la quilla y árboles de trinquete de las naves han concluido, y hoy, 6 de septiembre de 1337 (¡no 734!) retomamos nuestro viaje a lo desconocido. Ahora se extiende delante de nosotros sólo el océano: ninguna tierra, excepción hecha de las Shetland y las islas de las Cabras (2), siempre rodeadas de fortísimos vientos, se interpone ya entre nosotros y el ignoto septentrión. Sin embargo, también en este punto ha aparecido un nuevo elemento en escena, que contribuyó a aumentar en mí las sospechas hacia este Ibn El-Rahman del cual me he explayado ampliamente con vos, Majestad. En efecto, el piloto Juan de la Cosa, si bien apuntó la proa hacia el noroeste y circunnavegó Irlanda, apuntó luego decididamente hacia el oeste, allá donde no emerge ninguna tierra conocida, excepción hecha de la isla de San Brandán, que nadie ha visto jamás, y la todavía más mitológica Atlántida de Platón, cuyas cimas más altas quizá, según Francisco, todavía emerjan de la plana vastedad del mar.

Cuando he preguntado las razones de este hecho al timonel, me dijo que había recibido órdenes del capitán; cuando le pregunté a Harald Jacobsen, me dijo que había sido aconsejado por Petrarca; y cuando en fin me dirigí a este último, escuché la respuesta que desde tiempo temía escuchar: esto es, que era idea del astrónomo de Granada.

“Él afirma que la Última Thule no está perdida entre los hielos del norte, como asevera Tolomeo de Alejandría, sino que se encuentra más o menos a la latitud europea, sólo que mucho más al oeste. Me citó algunos navegantes marroquíes que fueron arrastrados hacia el oeste por vientos alisios mientras buscaban refugio en el África meridional, y vieron entonces flotar en el mar troncos todavía verdes y semillas de palma de coco, signo cierto de que existe una tierra incógnita cercana”.

“Pero el marsellés Pitea, cuya crónica de viaje tú me aconsejaste leer, hablaba de una tierra rodeada por los hielos y la niebla”, intenté persuadirlo, pero él fácilmente me retrucó:

“Quizá se haya confundido con Islandia. Y por lo demás, si verdaderamente la tierra de Thule fuese tan fría e inhóspita, ciertamente a tu soberano le convendría más hacer la guerra a Francia que buscar conquistar un imperio hecho de rocas desnudas, de nieblas impenetrables y de pájaros marinos”.

Y así estoy yo, viajando hacia el ignoto occidente, luchando contra el mal del mar cuando las olas son altas, directo hacia una tierra misteriosa que quizá sea o quizá, más seguramente, no sea, con la única base de algunas palabras de piratas sarracenos, mientras sir Petrarca está empeñado en escribir madrigales de amor a su lejana Laura, mientras los hermanos Pinchon se dedican ya a dividirse la nueva tierra antes incluso de haberla descubierto, y mientras este árabe, vestido como uno de los hombres de Saladino, pasa su tiempo entre la lectura de su Corán y la observación de los astros sobre nuestras cabezas… Un hermano me ha dicho, antes de partir, que me volvería loco al ver sólo agua alrededor mío en el medio del océano, pero debo decir que se equivocó: debo haber estado loco desde el principio, por embarcarme en esta aventura. Y no puedo ni siquiera confiar este mi temor al amigo Francisco, por que él encontraría inmediatamente inspiración para escribir un verso de amor, del tipo de:

“Oh caducas esperanzas, oh pensamientos locos…”

Vuestro desconsolado,
Ricardo de Bury

* * *

“Del diario de a bordo del capitán Harald Jakobsen, 28 de septiembre A.D. 1334

Vigésimo tercer día desde que apuntamos las proas de las naves hacia Occidente, o sea, hacia lo desconocido. Más pasa el tiempo y más me parece encarnar el espíritu de mis antecesores los vikingos, aquellos feroces lobos de mar que abandonaban las brumosas costas de Escandinavia para conquistar el mundo entero. Ellos vieron todo y vencieron cada estrecho, desde la Galicia lluviosa hasta la taimada Constantinopla, donde se traman intrigas sin fin; desde los pórticos de Rusia hasta la riquísima Bagdad, donde reina el Califa. Casi me parece ser un predestinado: sólo un descendiente de estos audaces navegantes, che pusieron pie en Groenlandia y atacaron incluso las puertas de África, podía comandar esta expedición hacia los confines de la nada.

Oh, no soy tan tonto como para creer que la Tierra sea plana, y que tarde o temprano oiremos el ruido de la colosal catarata por la cual las aguas del océano precipitan en los infiernos: son historias para asustar los niños más vivaces, ni más ni menos que la leyenda de Martillo de Thor, la poderosa arma del dios vikingo de las tormentas, que sólo él podía alzar, y que, apuntando hacia las nubes, desencadenaba relámpagos y truenos. Pero yo soy un capitán, y tengo bajo mi mando ciento cuarenta y tres hombres, entre los cuales se encuentran el lloroso obispo que no arrojé aún al mar porque es el canciller del Rey; el poeta italiano que parece vivir en las nubes y compone exámetros latinos para celebrar un descubrimiento todavía no ocurrido, y ese Satanás de árabe que, según creo, altera voluntariamente los cálculos para hacer terminar nuestras cristianas naves directamente en los arrecifes. Hecha excepción del italiano y el árabe, a medida que las tres saetas se adentran en el océano inexplorado, los ánimos de todos parecen siempre más agitados y dubitativos, como si la niebla de la tarde penetrase también en sus espíritus. Al anochecer, monseñor Ricardo reúne la tripulación sobre el puente para cantar el Salve Regina, y todos obedecen compungidos, prosiguiendo después, mientras cenan, con sus canciones de mar; pero no soy estúpido: he atravesado muchos mares y guiado muchas naves como para dejarme engañar por su aparente tranquilidad. Sus miradas se dirigen al mar como si esperaran ver emerger, de un momento a otro, un pulpo gigantesco que los atrapará y los llevará consigo a los abismos del océano. Sé que, llenos de desconcierto, quisieran postrarse de rodillas en el puente, elevar las manos al cielo e invocar a Dios para que haga aparecer una tierra en el horizonte, aunque fuera habitada por antropófagos, pero al menos un pedazo de roca sobre el cual poder poner pie y convencerse de que el mundo no se terminó; es sólo para no pasar como cobardes ante los ojos de sus compañeros. Sé también, porque los he visto yo mismo, que algunos confabulan entre ellos, apuntan el dedo hacia el horizonte y suben al obenque para ver mejor, probablemente porque, presas de un espejismo, han creído descubrir la tierra al mismo tiempo tan clamada y tan temida.  Pero la visión desaparece, y caen en un hondo desasosiego, como el hombre que cree ver brillar una moneda de plata, se acerca y se da cuenta de que era sólo el brillar del rocío en la hierba. La inquietud serpentea, y comienza a entrar incluso en mi ánimo, porque es más fácil ensillar un león que dirigir una tripulación presa de la angustia y el miedo.

A todo esto, hoy se ha agregado un nuevo hecho. Al alba me despertó mi segundo, que me conminó a dejar mi cabina. Corrí y vi, a poca distancia de la nave, algo que no hubiera esperado nunca ver en estas latitudes: una montaña de hielo, blanca como el marfil, que erraba en el infinito mar dirigiéndose hacia el sur, llevada por una corriente que parecía descender directamente del Polo Ártico. Inmediatamente llegaron Ricardo de Bury, sir Petrarca e Ibn El-Rahman. El primero se persignó y comenzó a recitar una jaculatoria, como si esa montaña helada estuviese infectada de diablos, prontos a atacar su alma inmortal. El segundo, en cambio, sin sacar los ojos de aquella visión digna del Apocalipsis, dijo al tercero:

“¿Ha visto alguna vez algo de esta especie, Mohamed?”

“Nunca”, respondió él, y ésta fue la primera vez que vi su rostro barbudo alterado por el estupor. “He sentido hablar de montañas de hielo, formadas allá, donde el mar se transforma en piedra por el gran frío, pero, el Profeta es testigo, no las había visto jamás”.

“Por suerte; comenzábamos a creer que tu eras omnisapiente como los libros de la Sibila , en el cual existe una respuesta para cada pregunta”, ironizó inmediatamente el obispo de Durham, quien no se iba a perder esta derrota del astrónomo infiel. Yo, sin embargo, no podía permitir que se pusieran a litigar justo en ese momento, y así intervine en su discusión para hacer olvidar esta última ironía: “Yo en cambio ya había visto montañas de hielo. Hace seis años guié una expedición comercial a Islandia, y tres de estos chistes de la naturaleza circundaron mi nave, tanto como para hacerme temer de no poder regresar. Pero eran latitudes enormemente más altas, y era invierno”.

“Evidentemente, en este punto del océano, comienzan a sentirse los efectos de una corriente que viene del extremo norte”, comentó el musulmán, mientras el témpano superaba a la Saint Mary con la parsimonia con que un elefante superaría el paso de un burro. “En vez las costas de África y de Europa son acariciadas por una corriente caliente que viene de los mares ecuatoriales, y que nos aporta un clima agradable y frescas lluvias”.

“¿Quiere decir que estamos llegando a un punto de no retorno?”, preguntó Petrarca, entrecerrando los ojos.

“Sí”, confirmó gravemente el árabe, siguiendo con sus ojos negrísimos la misteriosa montaña que continuaba su viaje hacia el sur. “Estamos entrando en un mar agitado por vientos y corrientes desconocidas por nuestros navegantes. Creo que ya nos avecinamos a nuestra meta: la legendaria Última Thule no puede estar muy lejos”.

Y se fue bajo cubierta, a retomar sus cálculos, mientras Ricardo de Bury se persignaba otras seis o siete veces, y reunía a los hombres para celebrar una misa a San Brandán a fin de que nos protegiese durante la navegación por estos mares ignotos.

Esto sin embargo era sólo el inicio de los hechos de la citada jornada. Hacia el mediodía, en efecto, apenas descendí del castillo de popa, me rodeó una veintena de marineros, toda gente con músculos de hierro y rostros tostados por el sol; pero dentro de sus ojos se veía el miedo.

“Escuchad, capitán, nosotros queremos volver”, dijo Joe el Guercio, quien evidentemente oficiaba de portavoz. “Desde aquí no se va a ninguna parte. Sólo mar, mar y monstruos como aquel que vimos esta mañana. Tenemos familias en Inglaterra, y no es justo no verlas más sólo por seguir el sueño de tres visionarios”.

“Perdéis vuestro tiempo”, les dije con voz tranquila pero firme. Yo obedezco órdenes, y Su Majestad me ordenó navegar hacia occidente siguiendo los consejos de los sabios embarcados con nosotros, hasta que encontremos la Última Thule, y yo no me desobedecido una orden ni siquiera cuando era mozo”.

“Esperábamos que fueseis más razonable”, respondió el orador. “El rey no está aquí, está en su palacio de Westminster recibiendo embajadores y solazándose con su favorita, la duquesa de Salisbury, ésa por la cual instituyó la orden de la Charretera. Seremos nosotros, no él, los que moriremos contra los riscos que delimitan el borde del mundo, o en el vientre de alguna horrenda criatura marina. Invertid la ruta; todos nosotros testimoniaremos que lo habéis hecho al encontrar corrientes contrarias y dragones de siete cabezas obstruyéndonos el camino”.

“Eduardo III no es persona de creer en los dragones, y yo tengo una sola cabeza sobre la espalda como para permitirme hacérmela cortar por una desobediencia”, insistí. Entonces otro marinero, Slim Hawkins, apoyó la rugosa mano sobre el mango del puñal que le pendía amenazante de la cintura y dijo:

“Pocas palabras, capitán: somos hombres simples, y conocemos un solo modo de convencer a la gente recalcitrante. O cambia la ruta inmediatamente por las buenas, o…”

“¿O qué? ¿Os amotináis? Repliqué, con voz gruesa, porque bien sé que un prepotente sólo puede ser callado con la prepotencia. “¡Pero si no seríais capaces de conducir por sí solos a puerto ni siquiera una tina! Volved a vuestros puestos, y haré como que no he escuchado lo que Slim dijo… evidentemente estáis bajo el efecto de un golpe de sol”.

Nunca sabré qué me respondió ese exaltado de Hawkins, porque justo en ese momento Petrarca e Ibn el-Rahman salieron de bajo cubierta, evidentemente discutiendo sobre las nuevas, desconocidas corrientes frías que habíamos descubierto, ignorantes de la dramática discusión que yo estaba sosteniendo con mis hombres. Otro marinero, Morgan el Galés, gritó, como presa del paroxismo:

“¡Ahí están! Y toda la culpa es de ellos si estamos navegando estas aguas ignotas, en vez del tranquilo canal de la Mancha. Echémoslos al mar, y no habiendo más quien nos lleve a occidente, deberemos regresar forzosamente. ¡Hombres, a mí!” Corrió como un loco, blandiendo el puñal, en dirección a los dos estudiosos, y lo siguieron un par de compañeros presas del miedo a lo desconocido. “¡Deteneos inmediatamente!”, grité, pero Morgan ya estaba al lado del árabe y el italiano. Este último se transformó en la imagen viva del terror, quizá incrédulo de que uno de los marineros pudiese tratar de asesinar un hombre manso como él siempre había demostrado ser, pero no olvidaré jamás la frialdad demostrada por el geógrafo de Granada en la ocasión. Dándose cuenta de lo que estaba ocurriendo, saltó delante de Petrarca haciéndole escudo con su propio cuerpo envuelto en su larga túnica, y con un movimiento quitó el arma homicida del adversario. Aprovechando que éste se había abalanzado hacia delante para tratar de golpearlo, movió el brazo derecho delante suyo con el gesto que el campesino siega el trigo y la cebada, pero con la rapidez de una serpiente venenosa que muerde su presa.  Morgan se detuvo, titubeó un segundo como si para él el tiempo se hubiera detenido, y finalmente cayó de espaldas sobre el puente. Sólo entonces vimos que tenía la garganta herida, y que Ibn el-Rahman sostenía un cuchillo curvo, similar a una cimitarra sarracena en versión reducida, chorreante de sangre del galés.

“Si no se mantienen neutrales, si no os ofrecen la paz y no bajan las armas, apresáoslos y matáoslos donde los encontréis. Les hemos demostrado suficiente poder”, comentó el árabe con frialdad, limpiando el arma de acero pulido, y agregando después, con la puntillosidad del astrónomo: “Así dice la Cuarta sura del sagrado Corán, la sura de las Mujeres. Disculpa si te he ensuciado el puente, capitán Jakobsen, pero yo siempre me jacto de ser fiel a los preceptos de mi libro sagrado”.

Inmediatamente, los compañeros del difunto Morgan, que lo habían rodeado, emprendieron la retirada, tropezándose unos con otros en el intento de escapar de aquel que ahora aparecía ante ellos como un diablo salido del infierno, más peligroso que los dragones marinos de su afiebrada imaginación. Visto que Petrarca, los otros marineros y yo lo mirábamos como se observa el Monte Sant’Angelo, en la Apulia, la secular estatua de San Miguel espada en mano, agregó casi para justificarse:

“En mis largos viajes debía aprender a defenderme, ¿no? Creed que ha sido fácil estar a salvo de los beréberes que atacaban las caravanas a través del Sahara, o de los turcos que te despojan de todo lo que tienes en el Khovaresm? Sabed, capitán, que si la cosa tuviese que repetirse, o cualquier otro pelafustán tejiese insidias en torno de mí o de mi amigo Francisco, entonces sí podría enojarme de verdad”.

La determinación demostrada por el árabe bastó por el momento para calmar los ánimos, y todos los autores de la protesta contra mí volvieron a su puesto como perros vagabundos que se limpian las heridas luego de ser atacados por mastines más fuertes. Pero yo sabía que el fuego se mantenía vivo bajo las cenizas. Y no es todo. Evidentemente los marineros de la Saint Mary transmitieron lo ocurrido a los de la Painted y de la Saint Claire, usando el alfabeto marinero de las banderas, porque estos últimos vieron el funeral del desconsiderado Morgan, celebrado por Ricardo de Bury. En efecto, poco después, al caer el sol, llegó a la almirante una chalupa proveniente de la Painted, con el segundo de Martin Pinchon a bordo, con un mensaje tan conciso como concreto:

“El capitán Pinchon supo lo que ocurrió hoy en su nave, capitán, y os invita a colgar los rebeldes en el mástil más alto de la Saint Mary. La atmósfera en las tres saetas es ya bastante pesado, y no podemos permitirnos un amotinamiento. Si no lo hacéis vos, viene en persona y lo hace él”.

Personalmente soy contrario a estos métodos para mantener la disciplina en las naves, pero, si es verdad que no puedo permitirme un amotinamiento, menos puedo entrar en controversia con los comandantes de las otras naves de la flota. Expuse la situación a Petrarca, que es un hábil diplomático, como demostró varias veces en la corte papal de Aviñón, y me aseguró que mañana a la mañana irá él mismo a la Painted para mediar ante Martin Pinchon. Después de todo lo que pasó, sé que es visto por todos como uno de los responsables de nuestra ruta hacia lo desconocido, así que lo haré acompañar por una buena escolta, como si debiese abordar una nave de piratas bárbaros, y no un navío cristiano. Por lo demás, hoy ya fue defendido por un musulmán contra sus propios correligionarios. Evidentemente, fuera de los confines del mundo conocido, quizá todas las certezas sobre las que siempre nos basamos resulten endebles. En cuanto a mí, dormiré con un ojo solo y con la espada bajo la almohada por el caso de que mis marineros decidan pasar de las amenazas a los hechos. Tiene razón Petrarca: no en la oscuridad del mar, sino dentro del alma humana se ocultan los monstruos más peligrosos…

* * *

“Capitán, capitán”, gritó el encargado de descifrar el lenguaje de los banderines, con un tono tal de hacer creer a todos de haber visto verdaderamente las espumas de la mítica cascada que señalaría el fin del océano.

“¿Qué hay, Jack? ¿Otra señal de amotinamiento?”

“Todo lo contrario, capitán”, indicó la voz entrecortada del marinero, vencida por la emoción. “La tripulación de la Painted pescó una caña, un madero tallado, una tabla y un manojo de hierba. Capitán… quizá el arribo sea inminente…”

“¡Después de tantos días! Casi había perdido toda esperanza…”, respondió el comandante de la expedición, incapaz de creer lo que escuchaban sus oídos. Detrás, Ricardo de Bury, que había escuchado todo, alzó los brazos al cielo:

“Oh Señor, ¡te lo agradezco! Haré entonar inmediatamente un Te Deum de agradecimiento a los marineros”.

Sin ahondar en muchas palabras, Mohamed Ahmed Ibn el-Rahman extendió sobre el puente su tapete e inició su agradecimiento a Alá, mientras Francisco Petrarca, práctico como siempre, se limitó a comentar:

“¡Sea loado Jesucristo! No creo que hubiera podido convencer a la tripulación de la Saint Claire de que esperaran otras veinticuatro horas antes de dirigir la proa hacia el retorno. Tres días me dijeron el ocho de octubre: te concedemos otros tres días, después de los cuales daremos la vuelta, naturalmente después de haberte tirado al mar con un peso atado a tus pies”.

“Por el contrario, podrás contar en elegantes versos latinos el éxito de nuestra expedición, poeta”, lo chanceó el capitán, asestándole una palmada en el hombro suficiente como para partir en dos una tabla. “¡Hoy, 11 de octubre de 1334, será un día para recordar, no sólo en los reinos de Inglaterra y de Irlanda, sino también en la historia de toda la humanidad!”

Casi anochece, pero la espera de los marineros se hace espasmódica, y ninguno cesa de escrutar el horizonte, también porque Ricardo de Bury, en nombre del rey, ha prometido un premio de cien escudos de plata a quien vea por primera vez la Última Thule. Se envidia al centinela nocturno, porque desde su atalaya podría descubrir antes que nadie la última región del mundo, tan vituperada en los treinta y seis días de la travesía, y ahora tan ansiada como una esposa que no se ve desde hace años. Petrarca e Ibn el-Rahman, incapaces de dormir, se quedaron en el puente y hablan de sus respectivos viajes: el árabe se hace describir en los más mínimos detalles las ruinas imperiales de la ciudad de Roma, que a él está vedada por ser islámico, y el florentino exige una descripción particularizada de la piedra negra y de la ciudad santa de La Meca. Hacia las cuatro de la mañana, el astrónomo está describiendo la ceremonia en la cual los fieles musulmanes “lapidan” ritualmente la estela de La Meca que representa a Yblis, el diablo, cuando, de repente, en el silencio de la noche, llega hacia ellos un grito proveniente de la vecina Painted:

“Tierra… tierra, tierraaaaaaaa…”.

Y, como sabremos después, un cierto Robert de Thunstall, centinela de la Painted, fue quien avistó una línea de costa en el horizonte. Inmediatamente se dirigen al puente, buscando inútilmente ver la suspirada Thule en la oscuridad de la noche, pero las comunicaciones entre las tres naves, efectuadas mediante antorchas, confirman el avistamiento. Apenas surta el alba, la costa apareció claramente visible a todos como una línea marrón y verde adosada levemente sobre el horizonte, y monseñor Ricardo celebró una misa de agradecimiento.

“Bueh, maese Petrarca… la Última Thume no parece tan congelada…”, dijo el astrónomo árabe, contemplando la tierra que, antes de ellos, nunca había visto ningún europeo, ni siquiera los vikingos.

“Me alegro, Mohamed”, respondió el poeta, casi llorando de felicidad. “Si llegamos hasta acá, te lo debemos a ti: siguiendo los antiguos geógrafos griegos y latinos, Ricardo y yo habríamos terminado por perdernos entre las brumas del septentrión, encontrando una muerte horrible e inútil”.

“Nosotros llegamos adonde nos guía Alá, el Grande y Misericordioso”, respondió Ibn el-Rahman. “Pero ya desde muchos años, a nosotros los árabes nos era claro que los confines de Abila y Calpe eran muy estrechos como para satisfacer la sed de conocimiento del hombre. Necesitaba solamente encontrar alguien que tuviese el coraje de violar las legendarias Columnas de Hércules; éste has sido tú, junto con tu amigo el obispo”.

“Gracias, amigo, pero desde la época de los romanos la prohibición de navegar en el océano peligroso resultaba absurdo y contrario al espíritu de aventura de la humanidad; el gran Séneca escribió en su lóbrega Medea: “Nunc iam cessit pontus et omnes / patirur leges… / venient annis saecula seris, / quibus Oceanus vincula rerum  / laxet et ingens ateat tellus / Tethysque novos detegat orbes / nec sit terris ultima Thule.” (1)

Inútil sería dar cuenta de la discusión histórico-filosófica entre los dos sabios, campeones respectivamente de la Europa cristiana y del mundo árabe-musulmán; mejor seguir con el relato de cómo fue el desembarco de los primeros europeos en el Nuevo Mundo. Delante de las tres saetas se abrió una gran bahía, poblada de islas y colinas boscosas, con una larga playa blanca sobre la cual caían las ramas de grandes coníferas. Antes que tocar tierra allí, el capitán Jakobsen juzgó mejor explorar el interior de la bahía, la cual, luego de estrecharse al punto que dos de sus islas parecían tocarse, y parece ser un correspondiente ultramarino de las Columnas de Hércules, se abre en una especie de vasto lago, en el cual confluye el estuario de un gran río. Sobre el lado derecho del estuario nuestros extasiados exploradores descubrieron la punta de algo que parecía ser una isla estrecha y larga, poblada de una densa vegetación.

En este punto, Jakobsen dio la orden de echar el ancla y de botar al agua una lancha, la que abordaron Petrarca, Ricardo, Ibn el-Rahman, Martin Pinchon, el notario real, que debía atestiguar en actas el descubrimiento, y él. Pocos golpes de remo y los navegantes del océano tocaron la costa, con el corazón en la boca. El primero que desembarcó fue Jakobsen, en calidad de comandante de la misión, empuñando en su diestra el estandarte real con los tres leones rojos en campo de oro, la cruz de San Jorge, la retama que campea sobre el blasón de los Plantagenois y el arpa irlandesa. Inmediatamente después desembarcaron Ricardo de Bury y maese Petrarca, después todos los otros. Petrarca fue el único que se inclinó para besar la tierra tan deseada.

“Hoy 12 de octubre de 1334, en nobre de dios, de San Jorge y del rey de Inglaterra, yo tomo posesión de esta isla”, proclamó con énfasis estudiada el capitán noruego. Pero le presta atención sólo el notario real, atento a certificar el acto. En efecto, Ricardo entonaba un salmo de acción de gracias; el árabe, con los movimientos expertos de un verdadero cartógrafo, trazaba sobre su pergamino la línea de la costa, midiéndola a través de una especie de sextante, y el poeta florentino miraba los árboles, estudiándolos y tratando de averiguar a cuál especie podrían pertenecer.

“Nunca he visto abetos como estos en Europa”, comentó Petrarca, tomando corteza del árbol más cercano. “Ni siquiera el palacio de los Papas en Aviñón los tiene así de imponentes. Pensaba bautizar esta isla Dulichio, “La Larga”, pidiendo prestado a La Odisea el nombre de una isla griega, pero debo admitir que este lugar no se parece a ningún otro de nuestro mundo”.

“Será difícil que aparezcan griegos en esta selva”, comentó casi distraídamente el astrómo árabe, cuando en un instante ocurrió lo que ninguno de ellos, hasta ese momento, había esperado. Del bosque aparecieron hombres con la piel tostada por el sol y de color ocre rojo, vestidos sólo con taparrabos y con collares y brazaletes de hueso. Algunos llevaban fragmentos de piedra incrustados bajo la nariz, y sus cabelleras parecían crestas sobre sus cabezas. Todos empuñaban hachas y mazas de piedra tallada, pero las tenían bajas, y en conjunto no presentaban una actitud hostil.

“¿Y estos pelirrojos de dónde salen?”, preguntó Martin Pinchon, llevando instintivamente la mano hacia su espada. Petrarca se limitó en cambio a dirigirse a sus compañeros y comentar: “Increíble… la Última Thule está habitada…”

“¡Abajo las armas!”, ordenó Jakobsen, dirigiéndose luego a los indígenas elevando las palmas de las manos, demostrando el hecho de estar desarmado. “Somos amigos. Amigos, ¿comprendéis? ¿Podéis comprenderme?”

Los recién llegados, que eran cerca de una decena, se miraron a los ojos con aire interrogativo, demostrando no haber entendido una palabra. Entonces Petrarca miró a Ibn el-Rahman, que se adelantó y repitió las mismas palabras en árabe, después en turco y finalmente en maltés. En ninguno de los tres casos obtuvo resultado.

“Me temo”, comentó, “que si me dirigiese a ellos en chino, lengua que por otro lado no conozco, no obtendría más ventajas de aquellas que tuviera al subir un árbol de noche para tratar de capturar las estrellas con una caña de pescar”.

“Probemos a ver si funciona con otro tipo de lenguaje”, dijo el capitán, que abrió una bolsa que traía consigo, de la cual extrajo perlas de vidrio, sonajas de metal y espejitos, que ofreció a los locales, quienes los miraron curiosos, y pareció que agradecían los dones. Evidentemente tomaron a los recién llegados como comerciantes, porque uno de ellos, un poderoso guerrero, tomó de la mano del capitán un collar de perlas de vidrio, quizá para regalárselo a su esposa, y lo cambió por su propio cuchillo de sílice, con mango de madera exquisitamente tallado.

“Vi a los indios de Borneo usar cuchillos similares a éstos, pero más gruesos”, sentenció Ibn el-Rahman, observando el arma mortal que el capitán tenía en la mano, mirándolo como si fuese una reliquia de San Jorge. “Si no estamos en Borneo, yo soy un infiel politeísta de la India”.

De todas maneras, el hielo se rompió y los indios se mostraron amigables, agradecidos de haber recibido esas bagatelas que no habían visto jamás, y que quizá para ellos eran preciosas como diamantes. Entonces Petrarca intentó hacerse entender, dirigiéndose al que parecía el más importante entre los guerreros.

“Yo, Francisco”, dijo silabando, y señalándose, “¿Y tú”?, agregó, apuntando hacia él.

“Uncas”, respondió su interlocutor, golpeándose con el puño el pecho musculoso. Después, extendiendo la mano abierta hacia él, intentó repetir el nombre: “Tra… nsi… scoh”.

“¿Qué isla es ésta?”, demandó entonces el poeta, indicando el suelo y todos los árboles. El otro pareció al principio no entender, pero luego, cayendo en la cuenta, proclamó: “Man Áttan”.

“¿Manáttan?”, repitió Petrarca, sin saber que ese nombre, en lengua local, significaba “tierra entre las colinas”. El indígena asintió complacido, y entonces el poeta se dirigió a Harald Jackobsen, todavía en trámite de regalar pacotillas a los habitantes de Thule:

“No creo que sea necesario bautizar esta isla, capitán, porque ya tiene nombre”.

“Manhattan”, escribió en su precioso documento el notario del rey, sin saber que estaba acuñando uno de los topónimos más famosos de todo el planeta.

* * *

Aquella noche casi todos los marineros de las tres saetas (menos los centinelas, que quedaron a bordo para cuidar las naves) se reunieron en la orilla de un pequeño lago justo al centro de la isla descubierta aquel mismo día, donde existe un villorrio compuesto por chozas fabricadas con cortezas, cuyos habitantes llaman “Wigwan”. Un fuego vivaz ardía en medio, y muchos hombres intentaban bailar con las muchachas nativas, imitando sus movimientos sinuosos, al son de los tambores de cuero, mientras otros, sentados alrededor del fuego junto a los guerreros indígenas, comían la carne que les ofrecían y bebían cerveza traída desde las naves. Los habitantes de las islas se mostraron muy entusiasmados con ese licor que, evidentemente, no habían probado en su vida, y evidenciaban una gran curiosidad por los vestidos y las lucientes espadas que los recién llegados llevaban en sus flancos.

“No beben alcohol, no usan metales, visten sólo pieles, no conocen otros instrumentos…”, repasó el capitán Jakobsen, sentado entre Petrarca y Ricardo de Bury. “Absolutamente salvajes, diría”.

“Me permito disentir”, intervino el poeta florentino. “Tienen un rudimentario instrumento para hilar, usan el telar y son muy hábiles para fabricar canastos. Tallan la madera con gran habilidad, y conocen las propiedades medicinales de las plantas. Antes que anocheciera vi, dentro de una de las chozas, a un brujo con una máscara ritual suministrar corteza de sauce a un enfermo con fiebre muy alta, ¡y éste se sintió inmediatamente un poco mejor!”

“Yo en cambio doy la razón al capitán, Francisco”, replicó Ricardo, que se mantenía a una distancia prudencial de los nativos. “Se tiñen el cuerpo de ocre rojizo con pinturas rituales, se untan el cabello con una especie de sebo, y ciertamente son politeístas como los salvajes del corazón de África…”

“Disculpadme, monseñor, pero tampoco en esto estoy de acuerdo”, respondió Petrarca, mientras comía carne de una escudilla tallada en madera. “No he viajado al África negra como nuestro Mohamed Ahmed, sin embargo entiendo de eso, y aquí no he visto la infinidad de estatuas votivas que caracterizaban a las antiguas Grecia y Roma, donde existían divinidades protectoras hasta del bostezo o las necesidades corporales… he visto sólo eso”. Dicho esto, indicó un alto mástil de madera exquisitamente tallado que se erigía en el centro de la villa. “Los locales lo llaman Tótem, y creo que es el equivalente a nuestros crucifijos, que hacen buena muestra de sí sobre los altares de nuestras iglesias”.  

“¡No seas blasfemo, Francisco! ¿Comparas un ídolo con el icono del verdadero Dios?”

“No, Ricardo. Pero creo que también ellos son monoteístas. Para mí, adoran algún Ser Supremo, y si esto es verdad están mucho más cerca de nosotros que los habitantes de la India o Catai. Incluso no es descabellado pensar que adoremos al mismo Dios con nombres diferentes”.

“Tengo que pensar que, a fuerza de frecuentar ese musulmán, has comenzado a razonar como él”, se lamentó el obispo de Durham”. “Lo prueba el hecho de que dudaste de catar la carne ofrecida por esas mujeres paganas. Quién sabe a qué animal inmundo pertenece”.

“Es carne de perro”, intervino sorpresivamente el capitán Jakobsen. “Parece que a los locales les fascina. Yo vacilé sobre este punto, pero después me vencí a mí mismo para no desairar a los dueños de casa, y me pareció comible”.

“Yo la encuentro exquisita”, dijo el poeta, siempre en busca de nuevas experiencias. Ofreciendo el plato a Ricardo, lo invitó: “Coraje… pruébala también tú”.

El interesado cobró súbitamente un color verdoso, se cubrió la boca con una mano y emprendió la retirada, buscando un lugar apartado. El capitán aprovechó para palmearlo en la espalda con un gesto sardónico: “No tenéis ciertamente la misma reacción, monseñor, cuando en la vigilia de Navidad vuestros sirvientes os ofrecen lechones, patos, pescados de río, patés, fruta seca y miel para festejar el nacimiento del Salvador…”

“Vamos, no lo chanceéis…”, lo reprendió bonachonamente Petrarca. “Después de todo él no se habría implicado en esta aventura de no ser por mí, que lo he traído para satisfacer una curiosidad filológica”.

“Vos, sin embargo, os adaptáis mucho mejor”, observó Jakobsen, mirándolo de soslayo.

“Yo soy latino, y nosotros los latinos amamos tener nuevos encuentros y mezclarnos con nuevos pueblos, como lo demuestra la milenaria historia del imperio de Roma. Los ingleses han sido siempre melindrosos, nunca les ha gustado encontrar nuevas gentes, y han devuelto al mar a todos los que intentaron invadirlos, desde los tiempos del rey Arturo. No por caso con sus vecinos los escoceses no hacen otra cosa que pelear”.

“Es verdad, sé qué fin dieron a aquel William Wallace, “Corazón Impávido”, que tuvo la audacia de vencerlos en Stirling”, murmuró el capitán con un dejo de amargura en la voz. “Sabéis, Petrarca, si una maga me predijese que un día estos ingleses serán los dueños de todos los mares, ¡reiría con gusto!”

“Bueh…”, exclamó penosamente Petrarca, torciendo los ángulos de su boca. “Credette Cimabue ne la pittura / aver lo campo, ed ora ha Giotto il grido / sì che la fama di colui è oscura…”

“¿Qué decís?”

“Nada, nada, capitán: citaba algunos versos de la Comedia del Dante, a propósito de la caducidad de las modas y de las instituciones humanas”.

Jakobsen no le discutió, ya que sabe bien que Petrarca es el máximo literato viviente de la Europa cristiana, y como de un asno no se pueden esperar sino rebuznos, así de un docto no pueden venir más que doctas citas. Observando a sus hombres en sus intentos de bailar con las muchachas al son de los tambores, señaló dos hombres sentados uno delante del otro en la parte opuesta del círculo respecto de ellos y agregó:

“Parece no estáis solos vosotros, italianos, en la tarea de fraternizar con los desconocidos. Nuestro geógrafo árabe está discutiendo desde hace horas con el tal Uncas, aunque realmente no sé en qué lengua lo estarán haciendo”.

“También los árabes fundaron un inmenso imperio, fundiéndose con los pueblos conquistados”, reconoció el florentino, observando a Ibn el-Rahman y al guerrero indígena gesticular teatralmente, uno frente al otro. “Quizá sepa cómo hacen para comunicarse. De todas formas Mohamed Ahmed se levantó y está viniendo hacia nosotros, así que nos lo dirá en persona”.

El viajero musulmán vino en efecto a sentarse al lado del capitán y el poeta, y anunció:

“Queridos amigos, si ésta es la Última Thule, entonces Roma es la cuarta ciudad santa del Islam”. Petrarca se abalanzó sobre él, como si hubiera escuchado decir que San Francisco de Asís era en realidad un imán musulmán. “¿Y con esto qué queréis decir?”

“Lo que he dicho. He hablado largamente con su sakem..”

Jakobsen lo interrumpió: “Habéis hablando largamente ¿con quién?”

“Con su sakem. Así se ha presentado Uncas. Quiere decir el jefe de la tribu, o gran sacerdote, o quizá las dos cosas”.

“¿Y cómo habéis hecho para hablar con él, si hoy no entendió ni siquiera una palabra de vuestros exóticos idiomas?”

”Con lenguaje gestual. Creo haber entendido que en esta tierra viven muchísimas tribus, todas independientes una de otra, como eran las de Arabia antes de la llegada del Profeta. Cada una habla su lengua o dialecto, entonces, para entenderse, han desarrollado el lenguaje de las señas”.

“¡No me digas que tú lo conoces!”, exclamó estupefacto Petrarca.

“Digamos que en mis viajes conocí varias tribus que se expresaban gestualmente, como los Gao del valle del Níger o los Dayaki de Java. Después de todo, estos tipos de lenguaje son variaciones de una misma base, no ha sido difícil entendernos”.

“Está bien, admitamos que lo lograste”, borbotó el capitán, molesto, como Ricardo, de que un infiel mahometano se haya mostrado más capaz que él. “¿Qué os a dicho el sakem de este lugar?”

“Primero de todo, que pertenecen a la tribu de los Mohawk, a su vez parte de la nación iroqués”.

“¿Iroqués? Nunca he escuchado eso…”, admitió Petrarca, escarbando en su memoria. “Ni Estrabón, ni Plinio el Viejo y Diógenes Laercio hablaron nunca de un pueblo tal habitando el septentrión”.

“Precisamente, Francisco. Tampoco los autores árabes que conozco hablan de ellos. El caballo les es absolutamente desconocido. He intentado dibujarle uno sobre una piel, pero Uncas me preguntó con señas cómo había soñado un monstruo semejante”.

“Imposible”, agregó Petrarca, cada vez más desorientado. “No existe un pueblo de Eurasia o de África que no conozca el caballo”.

“En fin”, dijo Ibn el-Rahman, “él sostiene que ningún navegante, antes que nosotros, vino de oriente atravesando la Gran Agua”.

“Pero si Plinio habla de Thule, debe haber venido alguien antes de nosotros”, agregó Harald Jakobsen.

“En suma; entonces, evidentemente ésta no es la Última Thule, que debe estar situada más al norte”.

“¿Queréis decir que errasteis al hacernos navegar hacia occidente?”

“Evidentemente sí, aunque esto no nos ha impedido descubrir una nueva tierra occidental, nunca vista antes por ningún explorador”.

El florentino tuvo una imprevista iluminación. “¿Y si, atravesando el océano, hubiésemos circunnavegado la Tierra y llegado a la costa de Asia?”

“No puede ser, Francisco. Eratóstenes de Cirene midió la circunferencia terrestre, y varios astrónomos árabes repitieron el cálculo, obteniendo siempre el mismo resultado. La costa más oriental de China debiera distar de Inglaterra al menos 15.000 millas, mientras nosotros, según mis cálculos, recorrimos sólo 3.500. No, ésta es una tierra nueva, y nadie la había visto antes de nosotros”.

“Si es así, he hecho bien en tomar posesión en nombre del rey Eduardo”, se ufanó el capitán. Francisco Petrarca, sin embargo, lo desilusionó:

“¿Y los iroqueses? Hasta prueba contraria, son ellos los dueños de esta isla, y no el rey Plantagenois, que vive a millas y millas de distancia y nada sabe todavía de su existencia”.

“Este problema es de fácil solución”, rebatió Jakobsen, parándose y moviéndose hacia el jefe de la tribu; naturalmente, el italiano y el árabe lo siguieron inmediatamente. Apenas llegó delante de él, que estaba sentado en la hierba con las piernas cruzadas, con un tocado en la cabeza hecho de plumas de ave, el noruego dijo al árabe:

“Dile que quiero comprar esta isla y todo su contenido”.

Ibn el-Rahman lo miró estupefacto, pero luego tradujo la propuesta en lenguaje gestual.

“Bueno… ahora nos matarán a todos”, dijo Petrarca, moviendo nerviosamente los pies como si ya estuviese viendo a los iroqueses con las flechas preparadas en los arcos, prontos a transformarlo en un nuevo San Sebastián.  Pero afortunadamente sus temores eran infundados, porque Undas no se inmutó y respondió con señas. La respuesta fue traducida inmediatamente por Mohamed Ahmed:

“Pregunta qué podéis darle a cambio”.

Jakobsen piensa, después saca del bolso otras piedras de vidrio y un pañuelo de tela rojo.

“Dile que pagaremos con un cofre lleno de estas telas y baratijas”.

La oferta fue transmitida, y la respuesta resultó ser:

“Quiere además un barril de Agua de Fuego”.

“¿De cerveza quiere decir? Dile que le dejaremos dos. Ahora, ¿asunto hecho?”

Dicho esto, el escandinavo tendió la mano a Uncas, pero el iroqués ignoró el gesto y lo invitó a sentarse a su lado, cosa que el capitán hizo inmediatamente, seguido por el intérprete y el poeta. Luego otro indio trajo una extraña caña larga que finalizaba en una escudilla de la cual salían volutas de humo blanco.

“Calumet”, explicó el sakem, viendo los rostros atónitos de sus huéspedes, y se introdujo uno de los extremos de la caña en la boca, aspiró unos bocados y luego exhaló bocanadas de humo por la boca.

“¡Increíble! ¡Comedores de humo!”, exclamó el poeta, imaginando mentalmente los exámetros latinos con que podría describir esa inaudita situación. Pero el más maravillado era Jakobsen, que vio extender hacia sí el extraño objeto de parte del jefe de la tribu.

”Creo que él quiere que lo imite para sellar vuestro pacto”, explicó Ibn el-Rahman, enviando con sus ojos penetrantes un claro mensaje a su capitán: hágalo, o el jefe se ofenderá. Jakobsen probablemente entendió este último concepto, porque tomó la cánula tallada en hueso, se llevó la boquilla a los labios, aspiró y tomó toda la coloratura del arco iris, girando los ojos como si el humo le hubiese llegado hasta el cerebro.

“Para… mí… basta… gra… cias…”, susurró, con los ojos llorosos como si hubiese pelado dos libras de cebollas, y pasó el “calumet” a Petrarca. Este se lo llevó a la boca, aspiró, y para sorpresa de todos, exhaló volutas de humo blanco con aire satisfecho.

“Mirad… nada mal esta cañita”, exclamó, sin siquiera un golpe de tos. “Mohamed… ¿queréis probar?”

“¿Por qué no?”, respondió el árabe, tomando la pipa y fumando a su vez. “Tienes razón: de verdad agradable, casi como una bella mujer”, comentó complacido, devolviendo el instrumento al sakem, que se mostró muy satisfecho. Jakobsen, en vez, debió ser llevado en brazos por Petrarca e Ibn el-Rahman ya que la garganta le quemaba como si hubiese tragado carbones ardientes, y su rostro estaba morado como si hubiese escurrido dos pintas de aguavivas.

“Un poco de agua fresca os recompondrá”, sonrió el poeta, pero el capitán refunfuñó:

“Puf… me había preparado para afrontar de todo más allá del océano, pero no… no mi garganta para este humo” Sin embargo agregó con una sonrisa mefistofélica: “Pero ha valido la pena… oh, ¡si ha valido la pena! Cof… cof… ¿Sabéis cuál es el valor del baúl de bagatelas y de los dos barriles de cerveza con los cuales he comprado la isla entera? ¡24 esterlinas!  ¡Mis ancestros los vikingos, verdaderos corsarios del mar, estarían orgullosos de mí!”

En ese momento reapareció Ricardo de Bury, apenas recuperado de su crisis de vómito, que observaba a Jakobsen. Se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡Oh Dios mío! ¡Estos diablos del infierno trataron de envenenar al capitán!”

“Quizá hubieran hecho bien en hacerlo, visto la astucia con que él los engañó”, comentó amargamente el árabe, mientras Petrarca, sombrío, no pudo menos que autocitarse, como es su habitual costumbre:

“Esperemos que el buen Uncas no deba un día repetir estos versos compuestos por mí:

Misero me, che tardo il mio mal seppi;

Et con quanta fatica oggi mi spetro

De l’errore, ov’io stesso m’ero involto!“

* * *

Jueves 16 de febrero de 1335

Segunda parte de la relación final escrita por Harald Jakobsen, capitán de la Marina Real Británica, para Su Majestad Eduardo III, Plantagenet, por gracia de Dios rey de Inglaterra e Irlanda. Esta relación debiera haber sido entregada directamente en sus manos, Majestad, pero, visto las condiciones de extrema dificultad en que se encuentra mi nave, no sabiendo si podré volver a besar el suelo inglés, coloco una copia de este documento en una botella y lo arrojo a las olas, con la esperanza de que, si no lográsemos sobrevivir, algún pescador la encuentre y os la entregue, llevándoos a conocimiento de las tierras más allá del mar que he anexado a vuestra corona.

En la primera parte de mi relación, incluida también en esta botella, describí el viaje de ida y el descubrimiento de la exuberante isla que constituirá vuestra primera posesión más allá del océano; ahora describiré los descubrimientos sucesivos y el viaje de vuelta. Nuestro geógrafo había afirmado con firmeza que la isla de Manhattan no podía formar parte de la legendaria Última Thule. “Si ésta no es Thule, hay que buscarla más al norte”, dije yo, y así, el sábado 15 de octubre de 1334 zarpamos de la isla, llevando con nosotros algunos iroqueses que Ricardo de Bury se preocupó de bautizar rápidamente. Costeamos la isla larguísima y estrecha que se encuentra al oriente de Manhattan, y que yo, encontrándola extendida casi cien millas, bauticé Long Island, manteniéndonos en el canal cerrado entre ella y la costa de la tierra desconocida, cuyas dimensiones aparecían día a día más extraordinarias, y nos daba pie a pensar de que podría tratarse de una isla como Islandia o como las Shetland. Cada tanto tocábamos tierra y encontrábamos nuevos salvajes, con los cuales Ibn el-Rahman se comunicaba gracias al alfabeto de señas. Yo digo que Inglaterra podrá hacer buenos negocios con estos pueblos, que se demuestran hábiles cazadores y artesanos, y que no dan ningún valor al oro ni al dinero. En tanto, maese Francisco Petrarca se dedicaba a aprender de los indígenas embarcados la lengua iroquesa, y a enseñarles el latín, pero estos objetivos no han sido logrados hasta ahora, que estamos a un paso de las costas europeas.

Llegados al extremo oriental de Long Island, Ricardo de Bury hizo erigir una gran cruz, que fuese visible a muchas millas de distancia. Yo aprobé la idea, porque podía ser un buen medio para encontrar luego un punto preciso, si bien nuestro cartógrafo musulmán objetó que los datos de latitud y longitud eran más que suficientes para ubicarnos, pero ninguno dio crédito a ese infiel. Retomado el mar, nos encontramos con un archipiélago deshabitado, lo atravesamos siguiendo la línea de la costa del continente, doblamos un cabo y descubrimos una bahía cerrada entre tierra firme y el este, sur y oeste. Pensamos descender pero, apenas en la playa, el mozo de la Painted, Samuel Cod, de sólo diecinueve años, fue alcanzado por una flecha indígena y murió sin tener tiempo de decir Jesús y María. También otros hombres resultaron heridos por las flechas de los tiradores escondidos en el cerrado bosque de coníferas, antes que lográramos recuperar el cuerpo del desafortunado joven. Samuel Cod fue sepultado en el extremo del cabo que decidimos llamar, en su honor, Cabo Cod. Así, aunque perdiendo la vida, él se volvió inmortal, al menos en las cartas náuticas.

Al día siguiente desembarcamos en la costa occidental de la bahía, en una ensenada muy apta para tal fin, desde donde vimos venir a nuestro encuentro una tribu entera de iroqueses, guiados por su jefe, que llevaba un gran tocado de plumas de ave. Vista la mala experiencia del día anterior, nos dispusimos a la batalla, pero el jefe vino a nuestro encuentro con el hacha baja, gritando una palabra que sir Petrarca creyó posible traducir como “Paz”. Él se movió a su vez hacia los indígenas gritando, con su pose teatral muy italiana:

“Os grito: ¡paz, paz, paz!”

En ese momento pensé que el poeta sería lanceado, pero para mi sorpresa, ningún salvaje lo atacó; el jefe y él confraternizaron e Ibn el-Rahman lo reemplazó para oficiar de intérprete con su acostumbrado lenguaje gestual. Así supimos, de boca del jefe, cuyo nombre era Massassoit, que las diferentes tribus iroqueses estaban en guerra entre ellas, y que la que había matado a Samuel Cod era justamente su rival en cuanto al control de ese territorio. Ordené al notario que tomara nota respecto de que también el “territorio de Massassoit” se incluía en las tierras revindicadas por la corona de Inglaterra, pero el buen hombre seguía sin interpretar los nombres iroqueses, de modo que escribió Massachussets. El obispo de Durham entonó el Ave María, como siempre hacía cuando tomábamos posesión de un nuevo territorio, y, para sorpresa de todos, los indígenas se le unieron, estropeando el himno y suscitando la hilaridad de mis hombres. Pero Petrarca les advirtió bruscamente:

“¡Apareceríais aun más ridículos a los ojos de los iroqueses si intentarais cantar vuestras soberbias canciones de guerra!”

Durante nuestra permanencia con esa tribu, traté de evitar fumar de nuevo ese horrendo calumet, que el Gran Canciller definía como “instrumento diabólico”, y que, por el contrario, el italiano y el árabe parecían apreciar tanto; descubrimos incluso una nueva planta, un tubérculo comestible que los iroqueses llaman “patata”, normalmente cultivado en sus huertos. Todos apreciamos muchísimo estos frutos cocidos al fuego, y así hicimos provista de ellos a cambio de las acostumbradas perlitas y espejitos, llenando las bodegas de las naves. Vimos además extraños gallináceos, cuyo volumen duplica al de una gallina, con crestas de rojo fuego y plumas blancas y negras, cuya carne apreciamos muchísimo. Todos estos descubrimientos confirmaron a los doctos de nuestra expedición que esa tierra podía ser quizá la Última Thule soñada por Séneca. Pero sus disquisiciones delante del fuego del campamento fueron bruscamente interrumpidas por un imprevisto: el villorrio de Massassoit fue atacado por una tribu rival, que nosotros repelimos rápidamente gracias a nuestras corazas y espadas de metal, sin sufrir ni siquiera una pérdida. El jefe Massassoit nos agradeció muchísimo y nos regaló pieles de oso y esclavos, que embarcamos en las naves. Después de haber “comprado” grandes porciones de esa tierra a cambio de un trozo de pan, saludamos al jefe y continuamos la exploración de las nuevas tierras, que aparecía vasta cuanto menos como Groenlandia.

El viernes 28 de octubre desembarcamos en una tierra que los indígenas locales llaman Main, inmediatamente transformado en “Maine” por nuestro notario real. Se trataba de un territorio boscoso, cubierto de pinos de dimensiones colosales, que probablemente ya existían cuando el emperador Claudio conquistaba Bretaña. La costa se presentaba llena de bahías, fiordos y ensenadas, tanto que me recordaron mi Noruega natal. El latinista Petrarca se alarmó, porque el nombre de aquella tierra le recordaba el latín “Magnus”, “grande”.

“Quizá podría tratarse de la mítica Hiperbórea de la que hablan ciertas leyendas”, dijo, tanto corroborar que era el más docto entre nosotros. “Una tierra muy vasta, al norte de Escandinavia y visitada por algunos osados navegantes romanos y nórdicos.

“Siento desilusionarte”, le rebatió Ibn el-Rahman, que rivalizaba en erudición con él, “pero nos encontramos apenas en la latitud de Marsella”.

Petrarca no se dio por vencido. “Quizás la costa de la Hiperbórea hacia occidente va hacia el sur, y nosotros estemos visitando su parte meridional”.

“Pero entonces no es la Hiperbórea”, acoté yo. “Cortaré por lo sano y bautizaré esta tierra New England, o sea Nueva Inglaterra”.

“Ciertamente no podía esperar que la llamases Nueva España”, acotó el árabe de Granada. No obstante no quiso renunciar a tener la última palabra: “De cualquier modo, Hiperbórea o Nueva Inglaterra, podemos afirmar que hemos descubierto un nuevo continente”.

La noticia fue recibida con gran entusiasmo por Petrarca y yo, pero con cierto celo por nuestros marineros, que habían venido con nosotros a buscar la Última Thule por un solo motivo: oro y otros metales preciosos. Entendámonos: a mí tampoco me disgusta el oro, pero sé muy bien que todas las riquezas encontradas en la tierra que ahora os pertenece, sir, esperan sólo por vos, y sólo vos podéis conceder su usufructo. Esto justamente creo que es lo que ha enturbiado mis relaciones con Martin Pinchon. El comandante de la Painted no buscaba la fama o vuestro reconocimiento, sino sobre todo su provecho personal, y se mostraba insatisfecho por la escasez de metales preciosos entre lo que ahora hemos encontrado. Según él, Ricardo de Bury es un fanático religioso, Petrarca un intelectual con la cabeza en las nubes, Ibn el-Rahman un brujo que se mantenía lejos del oro para no renunciar a su búsqueda de la piedra filosofal, y yo un idealista demasiado fiel a Vuestra Majestad y muy poco a mi bolsa. Y así, decidió ir por la suya, detrás de sus propios espejismos.

El martes 8 de noviembre desembarcamos en una tierra que bautizamos Nueva Escocia, porque el hombre que la avistó era de nacionalidad escocesa. A la mañana siguiente tuvimos una desagradable sorpresa: Martin Pinchon y la Painted habían desaparecido. El muy cobarde había cortado la cuerda y, abandonadas la Saint Claire y la Saint Mary, se dirigió a buscar oro en la gran bahía que se abría entre Nueva Escocia y Nueva Inglaterra, fiordos de la isla. Que Pinchón se fuera al diablo; dije a Vincent que podía seguir a su hermano, si quería, porque a mí me bastaban una nave y los sabios que llevaba a bordo para volver a casa. Vincent sin embargo me siguió siendo fiel, no porque desdeñara del oro, sino porque no estaba seguro de encontrar sólo la ruta para volver a Southampton. Así, nuestras naves circunnavegaron Nueva Escocia y, atravesando un estrecho istmo, entraron en un gran golfo cuyas orillas verdecían de coníferas, y cuyos paisajes eran uno más pintoresco que el otro. Descubrimos una nueva y gran isla que llamamos Isla del Príncipe Eduardo, en honor de vuestro primogénito, Eduardo de Woodstock, Príncipe de Gales, que ya tendrá casi seis años. Atracamos nuevamente en las costas del continente, que lleva el nombre de Nueva Francia, en honor a la nacionalidad de nuestro Papa, Jacques Duése, alias Juan XXII.

“Claras, frescas, dulces aguas…”, comenzó a rimar como de costumbre Petrarca, observando los miles de arroyuelos que serpenteaban en esa tierra salvaje. No tan salvaje como para espantar la vida humana, ya que también allí encontramos indígenas. Pero no eran iroqueses, ya que hablaban una lengua distinta y se vestían de manera decididamente diferente. Esforzándose con sus gestos, el viajero musulmán entendió que ellos se definían como urones. Cuando señaló el villorrio de cabañas, ellos pronunciaron la palabra “kánata”. Y así el notario real escribió “Cánada” en sus preciosas actas notariales.

“Cuidado, leguleyo, que probablemente “kánata” significa simplemente villorrio o campamento”, intentó explicarle Ibn el-Rahman, pero el notario no respondió ni siquiera una palabra, remiso a conversar con un infiel. El árabe alzó los hombros, y pensó que el nombre “Canadá” sería aplicado a esas tierras para siempre.

Siguiendo los consejos de Ibn el-Rahman, navegamos después hacia occidente, y hacia los primeros días de diciembre reencontramos la Painted, a la altura de un promontorio que bauticé como Cabo Bretón. El desfachatado de Martin Pinchon tuvo el tupé de venir hacia la Saint Mary como si nada hubiera pasado, para anunciarme que había descubierto finalmente oro en algunos yacimientos entre los montes de una tierra que había nominado como Pincholand, y que había reducido a esclavitud a tribus enteras de pacíficos indígenas para explotarlos. Si no me hubieran frenado Ricardo de Bury y mi segundo, probablemente me hubiera abalanzado sobre él y lo habría deshecho. Pero me contuve, prefiriendo llevarlo directamente a vuestra justicia por apropiación indebida de tesoro de Estado, el ingenuo.

Petrarca tuvo desgraciadamente palabras proféticas: “O mondo, o pensier vani! / O mia forte ventura a che m’aducce! ¡A Dios omnipotente probablemente no le gustará el hecho de que algunos de nosotros hayan reducido a esclavitud a algunos de sus hijos para apropiarse del rubio metal que, con su alto peso específico, siempre ha arrastrado el alma humana abajo y más abajo, hacia el infierno!”.

Y tenía razón. Después de haber descubierto una nueva isla, bautizada por mí Newfoundland, en latín Terranova, la más occidental entre todas que hemos encontrado hasta ahora, costeamos hacia el oeste toda la tierra escocesa meridional, mientras del cielo caía una fina nieve. Y cuando menos lo esperábamos, volvieron los problemas. En la noche de Navidad de 1334, en efecto, el piloto de la Saint Mary, Juan de la Cosa, fue presa de un golpe de sueño que yo sospecho de origen no humano, y legó el timón de la almirante a un joven inexperto, el cual no tenía idea de la profundidad del mar. Así, el orgullo de nuestra flota encalló y en la proa se produjo una profunda avería no reparable. Gracias al Cielo estábamos a poca distancia de tierra, y entonces la Saint Claire se lanzó rápidamente al socorro. La nave, desgraciadamente, resultó irrecuperable; entonces, bajo consejo de Petrarca, hice recuperar toda la carga posible y la trasladé a la Saint Claire, mientras con el maderamen hice construir un fuerte en la costa vecina, que resultó ser la extremidad occidental de Terranova, sobre el inmenso océano Atlántico. Como el 27 de diciembre se recuerda a San Juan Evangelista, bauticé ese fuerte, el primero construido en el Nuevo Mundo, con el nombre de Saint John’s, y dejé allí una guarnición de hombres, todos voluntarios, prometiendo volver a buscarlos lo más pronto posible. En las dos naves restantes no había lugar para todos.

La Nueva Inglaterra y Francisco Petrarca (1304-1374)

Pasamos allí algunas semanas, bloqueados por el hielo y la nieve que caía copiosamente desde el cielo, no obstante encontrarnos a latitudes bastante bajas. Ibn el-Rahman, que no había soportado jamás un invierno similar, ni siquiera en el corazón de Asia, dijo que probablemente era a causa de las corrientes heladas que descendían del Polo Ártico y hacían que esas tierras fueran mucho más frías que las de Europa. En ese momento agradecí al Cielo por haberme hecho nacer en la ribera oriental del océano… Apenas terminó la tormenta de nieve, el 16 de enero di orden a la Painted y a la Saint Claire de zarpar hacia Europa, temiendo que nuevas tormentas de nieve nos bloqueasen hasta la primavera. Pero todavía la Némesis nos perseguía.

Así es; el viaje de vuelta estuvo atribulado por violentas tormentas, evidentemente comunes en el océano en esta estación. Cuando estábamos en la latitud de las Azores, Martin Pinchon se separó nuevamente de nosotros: evidentemente quería llegar a Inglaterra antes que yo, esperando que otra tempestad me sacase del medio para arrogarse él todo el mérito. Y quizá será así, porque cuando Ibn el-Rahman ya juzgaba que las costas británicas estaban sólo a un paso, una nueva y furiosa tormenta azotó mi nave; un verdadero huracán que probablemente la hunda en picada. Ésta es la razón por la cual arrojo al océano tempestuoso una parte de mis documentos, con la esperanza de que alguien los encuentre. Ricardo de Bury está celebrando una misa bajo cubierta para rogar a Dios nuestra salvación, e incluso el árabe reza fervientemente a Allah sobre su tapete, mientras creo que Petrarca ha tenido la misma idea que yo, y está ordenando apuradamente sus apuntes para arrojarlos también a las aguas. Concluyo aquí mi relato, y espero poderlo continuar en persona. Si no fuese así, haced celebrar misas por nuestras almas.

Yo, Harald Jakobsen, escribí esto en pleno uso de mis facultades mentales, y juro no haber omitido nada en mi detallado relato.

* * *

Todo Londres está de fiesta. De cada ventana penden paños de colores, y los estandartes con los tres leones de Inglaterra y con la retama de los Plantagenet flamean en todas las torres; ha invadido las calles una muchedumbre exultante, y en cada esquina músicos y juglares hacen oír sus voces al son de sus laúdes, mientras funcionarios estatales distribuyen a manos llenas trigo, cebada y monedas de bronce a los ciudadanos que se les reúnen en torno. En algunas plazas se han instalado teatros al aire libre en donde actúan compañías de actores trashumantes, sin saber que sus descendientes, en las mismas plazas, representarán las inmortales obras de Shakespeare. Incluso cesaron la lluvia y la niebla, como si el cielo quisiera participar de la euforia colectiva. Pero no se festeja el cumpleaños del príncipe Eduardo, ni alguna gloriosa victoria sobre los franceses o escoceses: se festeja a nuestros héroes, retornados felizmente de su travesía por el océano, no obstante las tempestades que amenazaron con esconder el secreto de las ricas tierras desconocidas por ellos descubiertas.

Y allí están los intrépidos navegantes de lo desconocido, atravesando la City of Westminster, la ciudad real, con sus palacios y villas y con su población de cortesanos y feudatarios, que contrasta sensiblemente con el intrincado laberinto de callejuelas y atracaderos a la orilla del Támesis, que será destruido por el terrible incendio de 1666 y sobre el cual se encuentra en nuestros días el Palacio del Parlamento con su característica Torre del Reloj. Aquí están el capitán Jakobsen con el uniforme de gran gala de la Marina Británica; Francisco Petrarca con ropajes de brocado bordado en oro y con su infaltable papelerío bajo el brazo; el obispo Durham, ahora vestido de rojo y con el capelo cardenalicio, porque el nuevo Papa Benedicto XII (el anciano Juan XXII murió el 4 de diciembre de 1334, mientras nuestros héroes bogaban en el mar) lo elevó rápidamente a cardenal en mérito a su intuición; también Mohamed Ibn El-Rahman ben Yussuf ben Khaled, con su hábito y turbante de grandes ocasiones, llevando bajo el brazo un aguilucho de cabeza blanca, de raza desconocida en Europa, capturado por él mismo en el lejano Canadá; los hermanos Pinchon, Martin y Vincent, el primero de los cuales presenta perfil particularmente bajo porque, aunque llegó primero al puerto de Bristol, Eduardo III, con real corrección, se negó a recibirlo antes que a Harald Jakobsen, relegándolo al puesto que le correspondía, el de comprimario; y todos los marineros que tomaron parte de la expedición, los indígenas traídos de ultramar con las cajas de oro, los animales y las plantas exóticas; todos avanzando hacia su rey, Eduardo III, bello como un dios del Olimpo, que los recibe en su trono de oro ubicado en la cima de las escalinatas.

“¡Estoy tan emocionado que no puedo siquiera componer un hexámetro latino!”, murmuró Petrarca en dirección a Ricardo, que a su vez susurró sin apartar los ojos del soberano:

“¡Acabad, Francisco! Ahora que escriban otros en tu honor versos para encomiarnos”.

Y así allí están el capitán, el poeta, el cardenal y el geógrafo arrodillados delante del trono del Plantagenet, que les ordena:

“¡Levantaos! ¡Esta vez debiera el rey arrodillarse delante de vosotros, que habéis vencido a los peores enemigos: la ignorancia, la superstición y el terror a lo desconocido!”

Jakobsen obedeció, besó el manto de armiño del soberano y después murmuró, con el corazón en la boca: “Alteza Serenísima, ¡os contaré la historia de nuestros doscientos veinticuatro días de viaje, necesarios para descubrir el continente de Nueva Inglaterra!”

“Sería necesario demasiado tiempo”, sonrió Eduardo, “y yo ya recibí el reporte que me enviasteis apenas desembarcasteis en Southampton, una copia del que arrojaste al océano durante la tempestad. Decidme qué ocurrió después”.

“Simple, majestad. El mar tuvo piedad de nosotros, nos protegió, y yo hice votos de ir en peregrinaje a Tierra Santa para ser librado de la furia de las olas”.

“No es tan simple como lo cuenta, majestad”, intervino Ricardo de Bury. “En efecto, omite deciros que mientras todos estábamos bajo cubierta rezando, él pasó tres días y tres noches pegado al timón como una rémora al escualo, indiferente a las olas que castigaban el puente con golpes de fusta, y yo mismo lo oía gritar, como si se dirigiese directamente a Poseidón: ‘¡Yo te domaré, oh mar, porque soy el más fuerte!’ “.

“Monseñor está exagerando para que resulte más heroico el éxito de nuestra expedición”, comentó turbado el capitán noruego. “En vez todo se desenvolvió de manera mucho más prosaica. Aquietada la tempestad por agotamiento, como un púgil que no puede continuar en el combate, nos dimos cuenta de que nos había arrastrado a las costas francesas. Después que las velas de la saeta quedaron hechas coladores, y estando el canal de la Mancha a un centenar de millas, el 4 de marzo decidí aproximarme a Burdeos, donde reparamos los daños. Un enviado del rey de Francia vino a Burdeos para preguntarme si verdaderamente habíamos atravesado el océano misterioso y encontrado la Última Thule, ya que Felipe VI de la casa de Valois había sabido por sus informantes de nuestra partida. Yo no di detalles, pero admití nuestro suceso, y mandé algunos frutos y tubérculos a París, como vuestro don personal (así los presenté) en agradecimiento a su hospitalidad. Luego, ultimadas las reparaciones, zarpamos y el 15 de marzo, finalmente, la Saint Claire ancló en el amado puerto de Southampton, desde donde os envié mi relato en espera de poderos encontrar en persona”.

“Y ahora estáis aquí, almirante…”, se limitó a comentar el soberano. Harald arrugó la frente, come si hubiese sentido hablar en una lengua desconocida, y exclamó:

“¿Almirante? Yo… yo no merezco tanto…”

“Querido Jakobsen, el rey de Francia será inepto para las armas pero no es un estúpido, y apuesto a que el Tesoro de la Corona ya se está preparando para realizar una expedición y tomar posesión de nuevas tierras más allá del océano. Apenas la noticia llegue a Génova o Venecia, también las repúblicas marinas querrán ser de la partida, porque el Mediterráneo perderá inevitablemente importancia frente al océano. No me puedo dejar pasar por mis rivales de siempre, o dejar que me arrebaten las tierras de las cuales el notario real ha tomado posesión en mi nombre, desde Manhattan hasta la isla de Terranova. Temo entonces que vuestro peregrinaje a Tierra Santa deberá ser renovado o conmutado con otros votos, porque yo tengo necesidad de un almirante capaz, en grado de pilotear la flota de diecisiete naves y mil doscientos hombres que estoy alistando para tomar formal posesión de Nueva Inglaterra. Necesito en suma, un almirante del océano y, ¿quién mejor que vos para cubrir ese cargo? Naturalmente espero que también Ibn el-Rahman quiera continuar sirviéndome, porque necesito un experto que cartografíe con la mayor justeza posible todas las nuevas tierras descubiertas”.

“Me gustaría volver a ocupar mi cátedra en la Universidad de Granada”, respondió el árabe mientras realizaba una ceremoniosa reverencia, “pero la sed de vivir nuevas aventuras es más fuerte que cualquier otro sentimiento; entonces no puedo menos que aceptar”.

“Estaba en lo cierto”, indicó el rey, “y en efecto, escribí una carta al emir de Granada a fin que me mandase otros geógrafos y matemáticos que os asistan durante las nuevas misiones: en los siglos que nos separan del rey Arturo, nosotros los ingleses hemos manejado más las armas que las matemáticas, mas ahora éstas nos serán necesarias si queremos obtener el predominio en el océano”.

“Me habían hablado de vos como de un soberano iluminado”, intervino Petrarca, quien ya parecía haber vencido su inicial recato, “pero debo decir que habían errado por defecto, porque en una época en la cual todos piensan en la fuerza bruta de las armas, vos habéis entendido la fuerza sublime del pensamiento”.

“Hasta que mi canciller me propuso esta empresa, también yo pensaba que podía cubrirme de gloria sólo aspirando al trono de Francia”, admitió suspirando el Plantagenet, “pero ahora, gracias a todos vosotros, he cambiado de idea. No habrá ninguna guerra en Europa ahora que tenemos delante un continente entero para explorar y conquistar”.

“Espero entonces que tengáis necesidad también de intelectuales para concretar este objetivo, vuestra majestad”.

“Oh, sí, lord Petrarca. Precisamente necesito un historiador que describa en óptimo latín nuestra conquista de las tierras más allá del océano…”

“¿Lord Petrarca?”, interrumpió sorprendido el poeta, sin siquiera acordarse de la etiqueta, que impide cortar bruscamente la palabra del rey. “Mi sir, yo soy florentino, no inglés, y no pienso que pueda sentarme en la Cámara de los Lordes a la par de los descendientes de los valientes que acompañaron a Ricardo Corazón de León a la Cruzada…”

“Ahora entiendo por qué habéis podido participar de una empresa tan insólita”, respondió Eduardo, pagándole con la misma moneda, interrumpiéndolo en su discurso: “Sólo gente al mismo tiempo tan intrépida y modesta como vos podía hacerlo. El Santo Padre y el cardenal Colonna dieron ya su beneplácito a fin de que paséis a mi directo servicio, milord. ¿Eh? ¿Qué hacéis allí, con la boca abierta? ¿No me respondéis con una de vuestras doctas citas latinas, para las cuales sois un maestro?”

“Haré algo mejor”, tomó la palabra el erudito toscano. “Luego de De Africa comencé a escribir un poema dedicado a vos, alteza, titulado: ‘De terra incognita sed nunc reperta”, que comienza con estos versos…”, y, de uno de los pergaminos que llevaba bajo el brazo, comenzó a declamar:

« Et mihi conspicuum meritis belloque tremendum,
Musa, virum referes, Anglis cui fracta sub armis
Reperta aeternum Thule attulit Ultima nomen.
Hunc precor exhausto liceat mihi sugere fontem
Ex Helicone sacrum, dulcis mea cura, Sorores,
Si vobis miranda cano... » (2)

“Os aconsejo, majestad, nombrarlo duque de Groenlandia, así podrá pasar todo el tiempo que quiera recitando sus versos a las focas y a los leones marinos”, ironizó el almirante Jakobsen, tocándose las orejas con las manos enguantadas. Todos rieron, aun el poderoso soberano, e incluso el exótico aguilucho que Ibn el-Rahman llevaba en su brazo lanzó hacia el cielo su reclamo, sin saber que un día terminaría en los blasones de la nación más poderosa del mundo.

* * *

Arquà, 13 de mayo de 1372

Querido Giovanni,

Vuelvo a escribirte después de un cierto tiempo porque, aunque los libros me acompañan siempre, cada tanto siento la necesidad de comunicar mis pensamientos a un ser humano de carne y hueso. Afortunadamente el sincope que me golpeó dos años atrás, mientras estaba de viaje en Roma, donde Urbano IV me llamó después de recibir la sede pontificia, no me impide escribir; de lo contrario pienso que la vida habría perdido sentido para un intelectual como yo. ¿Qué es del pintor cuando queda ciego, o del flautista cuando pierde la audición? Son como la sal que ha perdido su sabor: se la descarta y todos la pisan por las calles. Pero evidentemente algún mérito debo haber ganado a los ojos del Omnipotente si me ha dejado la capacidad de entender y de querer, no obstante mi edad ya avanzada y el estado de mi vista, que se ha debilitado sensiblemente. En este punto, un óptico holandés que encontré en Milán hace diez años, vino en mi socorro y me fabricó este par de lentes que llevo apoyados sobre la nariz, y que me permiten leer y escribir de manera decente. Observando el mundo a través de estos lentes de vidrio me parece volver a los días felices de mi juventud, cuando atravesaba el océano con Harold Jakobsen, con Ricardo de Bury, con Mohamed Ahmed Ibn el-Rahman y con todos los amigos de aquel tiempo, que hoy no están más. En éste, mi plácido refugio en las colinas eugáneas me parece sentir aún el viento del océano en la cara, el sabor de la sal en los labios, el grito de las aves marinas y los tambores de los indígenas pelirrojos en mis oídos… Es verdad, Giovanni: cuando los recuerdos superan grandemente la esperanza, puede decirse que un hombre es en verdad viejo. Desde que atravesé el océano por primera vez a bordo de la Saint Mary me convertí en Par de Inglaterra, Conde palatino del Sacro Imperio Romano y fui electo entre los veinticinco miembros e la Orden de la Charretera. Mi poema “De terra incognita sed nunc reperta” se convirtió en un clásico de la literatura; fue traducido al italiano, francés, inglés, alemán, polaco, griego y árabe, y me dio fama como poeta, ésa a que aspiraba desde joven. Tuve el honor de descubrir muchas epístolas de Cicerón que se creían perdidas, entre ellas “Ad Atticum”, “Ad Brutum” e “Ad Quintum”… Pero he conocido también muchos momentos tristes: la muerte de Ricardo de Bury, la de mi amada Laura, la de mi hijo Giovanni… Y, sobre todo, he visto hombres caer, incluso en el Nuevo Mundo, en los errores que mi amigo Ricardo esperaba evitar “canalizando” los intereses del rey Eduardo III, que reina todavía después de casi medio siglo, desde Francia hasta las tierras más allá del mar.

Sí, Giovanni mío, tú no tienes idea de cuántas veces di vueltas y vueltas en el lecho, incapaz de dormir, pensando que de los estragos de los indígenas neoingleses en parte era responsable también yo… Justamente esta noche he sacado cuentas de mi movida existencia, y no he logrado todavía absolverme de aquéllas que considero mis culpas, que sólo Nuestro Señor puede perdonarme. Con todo, con cuánta alegría partimos en ese segundo viaje hacia Nueva Inglaterra, el 25 de septiembre de 1335, día lejano ya, pero muy vivo en mi memoria, como si hubiese sido ayer… el convoy de diecisiete naves zarpó del puerto de Sevilla y después de cuarenta días de navegación ancló en las costas de Terranova, donde habíamos dejado la pequeña guarnición de marineros ingleses. Sin embargo encontramos a uno solo: todos los demás habían muerto. Algunos habían sido asesinados por los indios, a los cuales habían raptado sus mujeres, otros se habían matado entre ellos. La conquista del Nuevo Mundo no podía comenzar con peores auspicios.

Hablando en estos términos, te pareceré un antiguo romano supersticioso no salía de su casa si tropezaba en el umbral, pero si piensas en lo que ha sucedido después comprenderás que mis preocupaciones eran por demás justificadas. En nuestras naves viajaban, embarcados, decenas de señoritos anglosajones, hijos de familias nobles, de Pares del Reino, los cuales no tenían esperanzas de heredar un patrimonio y así iban hacia Nueva Inglaterra con el intento de procurarse uno a través del modo más expedito: la rapiña. Yo me di cuenta enseguida de que esta gente no estaba allí para explorar ni para conquistar, y que no tenía intención de fraternizar con los indígenas, sino dominarlos. Fundamos diversos destacamentos en las costas neoinglesas: Sydney, New Glasgow, Halifax, Portland, New Haven… De todas formas los señoritos decidieron hacer las cosas por su cuenta, o sea dominando a los locales, o directamente reduciéndolos a esclavitud para explotar la madera y minerales del lugar. Naturalmente los indígenas se rebelaron y se suscitaron sangrientas guerras, reprimidas por la vía de nuestra evidente superioridad tecnológica.

El almirante Jakobsen y yo tratamos de atemperar los excesos de aquellos jovenzuelos que habían decidido exportar el feudalismo al Nuevo Mundo y querían enriquecerse ellos mismos, no en beneficio del rey de Inglaterra, pero poco pudimos hacer frente a su fuerza y número. En tanto, como el rey Eduardo había supuesto, se movieron también los franceses, cuya flota superó Terranova y descubrió una nueva tierra bautizada Labrador, iniciando su colonización con los mismos métodos brutales empleados por los ingleses. Mientras nosotros nos habíamos limitado a colonizar las costas, los franceses se internaron rápidamente en el interior, siguiendo el curso de los ríos y descubriendo una región poblada de inmensos lagos, tan grandes que si se extendieran en Europa, la cubrirían totalmente. El rey Eduardo respondió enviando otras expediciones que exploraron y ocuparon la costa de Nueva Inglaterra hasta los 30º de latitud, y así las vejaciones y daños a los indígenas se multiplicaron, como también los asaltos de éstos a nuestras colonias y las consiguientes represalias. Ibn el-Rahman, disgustado de tanta carnicería, tomó la primera nave de regreso a Inglaterra y se hizo llevar a Granada, donde continuó enseñando hasta el final de sus días, por culpa, yo creo, de la iniquidad de esos cristianos cuyo primer mandamiento debía ser “ama a tu prójimo como a ti mismo”.

También yo, en ese momento, después de dos años y medio pasados en el Nuevo Mundo, en marzo de 1338 tomé una saeta y me hice transportar a Londres, donde denuncié al rey los abusos en que sus hombres incurrían. Pero el soberano ya estaba cegado por el oro y los productos exóticos que fluían grandemente del Nuevo Mundo y que lo estaban convirtiendo en el monarca más rico del Mundo Viejo: prometió una comisión investigadora, pero me ordenó no denigrar la flor de la nobleza de Inglaterra que partía a las nuevas tierras para defender la civilización y la Palabra de Dios. Hacia 1340 me establecí en la capital del reino de Inglaterra, trabajando activamente en mi “De terra incognita sed nunc reperta”, en veintiún cantos, en los cuales decidí narrar solamente la epopeya gloriosa de nuestro primer viaje más allá del océano y no la no muy poco gloriosa acaecida poco después. En aquellos años también Génova y Venecia se habían movido, enviando sus navíos más al sur de las tierras exploradas por franceses e ingleses, para verificar la existencia de tierras aun en aquellas zonas del mundo, y las encontraron. La flota genovesa, guiada por Amadeo VI de Saboya, apodado “El conde verde”, porque durante un torneo le había sido asignado ese color, y desde entonces llevaba sólo vestimenta verde como cábala, descubrió un gran archipiélago a la altura del trópico de Cáncer, y lo bautizó Antillas, del nombre Antilia, la mitológica isla ubicada frente a las columnas de Hércules, en medio del océano. Los venecianos, guiados personalmente por el doge Andrea Dandolo, descubrieron a su vez un vasto continente al sur de las Antillas, e iniciaron su colonización con sus naves; el doge quiso dedicar estas tierras a su antecesor Enrico Dandolo, doge de 1192 a 1205, famoso por haber desencadenado la desastrosa Cuarta Cruzada con el correspondiente saqueo de Constantinopla. La llamó “Tierra de Enrico”, en latín “Terra America”, y así América fue el nombre del continente meridional; en años recientes este nombre se extendió también al continente septentrional. Ya que fue colonizado principalmente por italianos y en menor medida por hispánicos, América meridional y las Antillas tomaron el nombre de América Latina.

En tanto, como los conflictos entre las potencias europeas por la posesión de las tierras se multiplicaban, el Papa Benedicto XII convocó la conferencia de Tor della Monaca, cerca de Roma, en la que se decidió dividir el Nuevo Mundo en zonas de influencia: la costa de Nueva Inglaterra y su interior inmediato a los ingleses, el Labrador y sus vastos interiores a los franceses, las Antillas y el mar circundante a los genoveses y el continente meridional a los venecianos. No es necesario decir que otras naciones, como Castilla, Aragón, Portugal, el Sacro Imperio Romano y los países escandinavos quedaron excluidos de la división, y comenzaron a moverse. Portugal respondió iniciando exploraciones en las costas de África occidental para intentar su circunnavegación y llegar a la India; Castilla y Aragón enviaron a su vez sus naves hacia el continente meridional, provocando furiosos combates con los venecianos, mientras Noruega tomó formal posesión de Groenlandia. En cuanto al Sacro Imperio Romano, estaba muy dividido en duques, condes, marqueses y feudatarios como para poder llevar a cabo una política colonial, y los otros estados italianos eran a su vez muy débiles para intentarlo.

Yo vivía todo esto con desinterés, en mi estudio en Londres, con vista al Támesis, publicando los cantos de mi poema a medida que los componía, y en 1341 me llegó de Roma, gratísima, la oferta de ser coronado Poeta en Campidoglio: era el sueño de una vida que se realizaba. Acepté de buen grado, incluso por la oportunidad de volver a Italia. La ceremonia tuvo lugar el 8 de abril de 1341, y el senador Orso dell’Anguillara me ciñó finalmente la corona de laureles que tanto había deseado. De todas formas me sonaba casi falso recibirla gracias a un poema que celebraba una empresa que había desatado tantos lutos. Probablemente fue para atenuar éste mi dolor que llené el poema de elementos fabulosos y mágicos, los cuales tanto gustaron a los lectores de entonces como a los de ahora. Molesté a la mitología griega y a los ángeles y santos del Paraíso, pero sólo para cubrir los actos nefastos cometidos por los hombres mortales. En tanto proseguía por puro placer personal mi “Canzoniere”, selección de poesías dedicadas a Laura de Noves, que no había releído.

En ese entonces la nostalgia por el Nuevo Mundo se había vuelto muy fuerte, tanto que decidí volver. Pero no más con los ingleses, sino con los genoveses que, por lo que había escuchado, se comportaban con los indígenas de manera más humana: mientras galos y británicos se limitaban a reducirlos a esclavitud, los italianos comenzaban a mezclarse con ellos, tanto que hoy esas tierras están habitadas por una raza creol, de sangre mixta, que habla una variedad del italiano mixturado con palabras de las lenguas locales. Me he preguntado siempre el porqué de la diferencia en los dos tipos de colonización, y creo que se trata de la eterna diferencia entre romanos y germanos, ya estigmatizada por Tácito y que perdura hasta nuestros días. De cualquier modo supe que el doge de Génova, Simón Boccanegra, trataba de organizar una expedición para explorar eventuales tierras ubicadas al occidente de las Antillas, y así me sumé a la expedición capitaneada por un cierto Ferdinando Cortese, un aventurero napolitano en busca de gloria, siempre con la calificación de histórico oficial.

Iniciada en marzo de 1342, ésta expedición llegó a Cuba, la isla mayor de las antillas, después de cincuenta días de tranquila navegación, y de allí partió a occidente. Después de un breve lapso desembarcamos en una costa desconocida, no lejos de donde hoy se ubica la ciudad italiana de Veracroce (de la cruz que campea en el blasón de la ciudad de Génova). Muchos hombres se rebelaron y quisieron retornar a Cuba, pero el enérgico Ferdinando Cortese hizo quemar las naves y amenazó con quemar todas, y la revuelta cesó. Nos procuramos intérpretes en la persona de Girolamo de Aguilar, un castellano naufragado en esas costas que hablaba la lengua local, llamada “nahuatl”, y una cierta Malintzin, una mujer local que hablaba la lengua maya. Con ellos nos dirigimos tierra adentro, donde los intérpretes nos indicaban que existía un vasto reino en formación, el imperio azteca, en la región llamada México porque, según la leyenda, un sacerdote de nombre Mexi había profetizado al jefe de los aztecas que debía fundar su capital donde hubiese visto un águila devorar una serpiente sobre un cactus, situación que acaeció a orillas del lago Texcoco, en alta montaña, donde fundaron su capital, de nombre impronunciable. Nosotros la bautizamos Ciudad de México, ya que del nombre del sacerdote Mexi había derivado el de la región. Cuando llegamos, el 8 de noviembre de aquel año, vino a nuestro encuentro el emperador azteca, que, para nuestra sorpresa, se postró a los pies de Cortese: parece que, según una antigua leyenda, un día habría de llegar de oriente un dios con barba, al cual daban también un nombre impronunciable, y al que deberían obedecer. Cortese tuvo entonces el camino despejado: depuso el soberano, tomó posesión de la capital, sustituyó en los templos los dioses paganos por santos cristianos y sus hombres, que eran sólo quinientos, tomaron el control de una ciudad de quinientos mil habitantes. Yo aprendí la lengua del lugar, no sin dificultad, y comencé a discutir con los sacerdotes, depositarios de todo el saber de aquel pueblo, tomando conciencia de una inmensa tradición cultural, que después sinteticé en mi obra latina “De virus illustribus americanis”, hoy no menos famosa que “De terra incognita”.

Pero el idilio no podía durar. Antonio Colombo, gobernador genovés de Cuba, supo el suceso de nuestra empresa y en la primavera de 1343 mandó otras tres naves hacia México, tratando de arrogarse el mérito del descubrimiento. Ferdinando Cortese no aceptó ciertamente ser desplazado, y lo atacó con las armas. Mientras estaba ausente de la capital, se desató una rebelión, instigada por un pretendiente del trono del cual no transcribo el nombre porque te resultaría ilegible. El lugarteniente de Cortese, Pietro Alvaro, encargado de controlar la Ciudad de México, permitió que sus soldados atacaran los templos y violaran a las mujeres; yo me opuse, y como toda respuesta fui encarcelado. El 8 de julio de 1343 Cortese, que había vencido a las tropas de Colombo, reentró en la capital y me hizo liberar, pero se encontró inmediatamente en medio de combates de inaudita violencia y entendió que las cosas iban mal. Conminó al ex soberano azteca para que, desde lo alto de una terraza del palacio, exhortara a sus conciudadanos a una tregua; éste, ya convertido en un títere sin voluntad propia, obedeció, mas cuando estaba apenas comenzando a hablar le arrojaron una piedra que le dio en la cabeza, y expiró en mis brazos. A todos nosotros no nos cupo más que la fuga. En la noche entre el 9 y 10 de julio, pasada a la historia de la conquista del Nuevo Mundo como la “Noche Triste”, bajo una lluvia incesante, Cortese, nuestros guerreros y yo intentamos abandonar la capital rápidamente a través de los pantanos del lago Texcoco, sobre cuyas islas la ciudad se erigía, pero los feroces guerreros aztecas nos persiguieron e infligieron estragos a los europeos sin hacer ningún prisionero. No sé cómo salí de ésa que recuerdo la peor noche de mi vida; también yo hice votos de ir a Tierra Santa y Santiago de Compostela. De todas formas, llegamos milagrosamente cerca de Tula, donde todavía un árbol de cedro indica el lugar donde Cortés se detuvo a llorar la suerte de los caídos. Apostado en Tlaxcala, una ciudad rival de los aztecas, el aventurero napolitano preparó su contraataque, que se concretaría el 13 de agosto siguiente con la reconquista de la Ciudad de México gracias a refuerzos llegados de Cuba. Pero yo no quise volver a formar parte de esa masacre; regresé a Cuba y desde allí a Génova. Inmediatamente cumplí mis votos llegando como peregrino primero a Santiago, después a Jerusalén, donde rogué a Dios me perdonase por haber tenido algo que ver en los terribles sucesos que había visto en el Nuevo Mundo. Y no exageraba, ya que Cortese y sus hombres hicieron destruir cada vestigio del imperio azteca y de la antigua Ciudad de México, sustituyéndola con una ciudad de puro estilo italiano. Mi “De viris ilustribus americanis” queda como único testimonio de la sabiduría de los sacerdotes de más allá del océano, y también como único documento que sostiene que los pueblos centroamericanos no eran sólo bárbaros despiadados, sino también refinados cultores de matemática y astronomía, que, si cometieron estragos, fue sólo porque los europeos los habían cometido antes peores.

Me llegaron noticias de que otro conquistador, esta vez aragonés, había atravesado México y descubierto un vasto océano, y poco después el rey de Aragón me ofreció participar en una expedición que estaba preparando para circunnavegar la tierra de este a oeste, después de que los portugueses habían logrado circunnavegar África y llegar a la India, pero me negué, cansado de estragos y vejámenes, y me establecí en Roma, donde trabé amistad con Cola di Rienzo. En tanto, una nave veneciana había transportado por error desde Trapisonda, en el mar Negro, el contagio de la peste negra, que se extendió por toda Europa y acabó con un tercio de su población, incluidos Ricardo de Bury y mi amantísima Laura, que ha quedado para siempre en mi corazón. Fue esta ocasión, ser Bocaccio, la que tú elegiste para escribir tu célebre “Decamerón”. Muchísimos colonos dejaron Europa y emigraron a las dos Américas para huir de la peste, y así se inició la colonización de Canadá, de Nueva Inglaterra, de México y de la América meridional. Pero yo no volví más a esas tierras allende el océano, y esto resultó una fortuna, porque en Roma te conocí y se inició nuestra larga amistad.

El resto de mi vida lo conoces, porque hemos transcurrido buena parte del camino juntos, tú y yo… Has sido tú quien me presentó al erudito Leoncio Pilato, huido de la Constantinopla amenazada por los turcos, quien me introdujo en el estudio de la lengua griega, y has sido tú quien me envió la primera traducción en latín de La Ilíada, seguida por el mismo Leoncio Pilato bajo tu comisión. Es por esto que estoy ligado a ti con profundísima gratitud, perdóname si en esta epístola me extendí al punto de aburrirte con los viajes de mi juventud, pero tenía necesidad de desahogarme con alguien evocando los grandes descubrimientos de los que participé cuando América era todavía un continente virgen, incontaminado y habitado sólo por indígenas detenidos en la edad de piedra. Hoy millones de colonos de italianos, hispánicos, ingleses, franceses y escandinavos habitan las grandes ciudades surgidas más allá del océano, en regiones en las que ya no se ve ni siquiera la sombra de un indígena. Ríos de oro llegan a las patrias madres trayendo riqueza y opulencia, a costa de los legítimos propietarios que ignoraban vivir en medio de tan ricos recursos. La boscosa isla de Manáttane, avistada por nosotros en aquel lejano amanecer de octubre, contiene ahora la populosa ciudad de Nueva York, así llamada en honor del duque de York, quien fue su primer gobernador, y los iroqueses han sido reducidos a un ghetto entre los bosques, en el que se están extinguiendo lentamente. El mexicano lago Texcoco ha sido desagotado, y la Ciudad de México se convirtió en una capital de tinte europeo, con catedrales góticas y plaza de mercado, pero los nuevos palacios han sido edificados sobre la tumba de millares de aztecas. Tu me dirás: es verdad, todas estas tragedias se originaron por aquella desafortunada idea tuya de buscar la Última Thule más allá del océano, pero en cambio, justamente gracias a ese primer viaje transoceánico, no se suscitaron guerras entre Francia e Inglaterra; pero la violencia innata en todos nosotros, miembros de una estirpe bárbara y corrupta que no conserva ni siquiera una gota de la sangre de Grecia o Roma, no hizo sino que transferirse al Nuevo Mundo y lanzarse contra los pueblos salvajes, en realidad más sabios que nosotros, repudiados sólo por querer defender aquello que era suyo desde tiempos inmemoriales. El duque Eduardo Plantagenet, hijo primogénito de Eduardo III, que conocí de niño y en cuyo honor bauticé una isla, cometió tantas y tales atrocidades contra los iroqueses, urones y otros nativos americanos que ameritó por eso el título de Príncipe Negro, y la leyenda dice que un chamán iroqués le profetizó que, por sus crímenes, nunca llegará al trono, porque morirá primero que el padre. Esto ha sido el resultado de mis esperanzas juveniles, querido Bocaccio. Tenía razón, una razón profética, cuando escribí al principio de mi “Canzoniere”, que tanta fama está teniendo entre mis lectores aficionados:

“Vos que escucháis en rimas esparcir el sueño
De aquellos suspiros donde nutría el corazón
En mi primer y juvenil error,
Cuando era en gran parte otro hombre y no el que soy…”

Sí, Giovanni, entonces era un hombre, respecto de lo que soy ahora, lleno de sueños e ideales, que se disolvieron como montones de nieve al sol. Y solamente un error de juventud podía llevarme a seguir un condottiero como Ferdinando Cortese, que, aunque muy valeroso en batalla, demostró ser un pésimo gobernador, iracundo, cruel y vengativo, odiado por sus mismos hombres y finalmente eliminado por una conjura apenas se presentó la ocasión. Pero a mi edad, y después de haber visto tantas cosas, óptimas y pésimas, es inútil llorar sobre lo dicho y es mejor prepararse para el Último Viaje, el más intrincado. Mi “De sui ipsius et multorum ignorantia” fue enviado ya a la imprenta, y pronto espero concluir mi última obra, “Triunfos”, de la cual te enviaré la primera copia. Concluida esta fatiga, no esperaré más que el día en el que deberé presentarme ante el Juez Incorruptible que decretará en modo definitivo cuanto he hecho de meritorio y de despreciable. Entonces la Eternidad triunfará sobre el Amor, sobre la Pudicia, sobre la Muerte, sobre la Fama y el Tiempo, y, como he escrito en mis “Triunfos”,

“…el Tiempo, deshaciendo todo rápidamente,
y Muerte en su razón tan avara,
muertos juntos serán esto y aquello”.

Sé que la Comuna de Florencia te encargó lecturas dantescas en la iglesia de Santo Stefano en Badia, deseo que puedas cumplir con éste tu trabajo y lamento sinceramente no poder estar allí para escucharlas. Quizá algún día organicemos también “lecturas petrarquescas” de mi “De terra incognita sed nunc reperta”… pero no es éste mi último deseo, lo sabes. Si el Omnipotente me hiciera la gracia de darme a elegir mi muerte, elegiría cerrar los ojos con la cabeza reclinada en un libro, mientras estudio en mi escritorio. ¿Quién lo sabe? Si te llegan un día noticias de que así ha ocurrido, querido Giovanni, ten por cierto que Nuestro Señor me ha perdonado, considerando sólo las buenas intenciones con las que incité a Eduardo III a darnos las tres saetas para surcar el océano, y no las pésimas consecuencias que le siguieron a esa empresa. Saludos y fama a ti, ser Bocaccio

Tu Francisco Petrarca, poeta

FIN

 

(1) “Ya se detiene el mar, ya se hunde / las leyes de cada uno…/ un día vendrá, al fin de los tiempos, cuando / el Océano desatará las cadenas del mundo / la tierra se abrirá, mundos nuevos / develará Teti, y Thule no será / el último confín del planeta” (cfr. Medea, acto II 375-379)

(2) “Nárrame, oh musa, al hombre hecho grande / de sus méritos, y tremendo en la guerra, / que, vencida por las armas de los ingleses / la Última Thule al fin descubierta, un nombre / eterno mereció. Oh hermanas musas / os ruego a fin que a mí, por tan dulce / fatiga exhausto, vos me concedáis extraer de esta sagrada fuente / del Helicón vuestro, si yo canto cosas que a vosotras maravillosas parezcan…” Se trata del proemio de “De Africa” ligeramente modificado (el original suena: “Et mihi conspicuum meritis belloque tremendum, / Musa, virum referes, Italis cui fracta sub armis / Nobilis aeternum prius attulit Africa nomen...”)

William Riker

Traducción en Italiano de esta ucronia


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