La noche del espejo

un cuento de Agatha Christie


“Despiértate. Vamos, levántate. Rápido. Muévete”.

El niño se sentó en la cama. Las campanas de la catedral de la ciudad, Málaga, dieron justo en aquel momento la una de la noche. La oscuridad en la pequeña habitación era total. No se filtraban siquiera los pálidos rayos de la luna por las rendijas de la cortina gris con flores rosadas que cubría la minúscula ventanita. Por una fisura del marco, mal tapada, entraba con insistencia la brisa del mar, húmeda de sal y perfumada con un vago aroma a pez. El niño aspiró por un segundo con todos sus pulmones y puso atento su oído. El único ruido perceptible era el murmullo de las hojas movidas por el viento del olivo vecino a la pared de su cuarto. Sus ojos se estaban habituando a la oscuridad, y comenzó a reconocer los contornos que le eran tan familiares: la mesita de ciprés tallada toscamente que le había dejado en herencia un bisabuelo o tatarabuelo, no recordaba bien; el banderín que su papá le había traído el mes anterior de Madrid, uno de sus objetos más preciados. En el fondo de la habitación había además un armario. Era pesado y macizo, pero bastante nuevo: lo había traído un tío que vivía en Sevilla y trabajaba de carpintero. Ya habían pasado casi cinco años y el tío no había vuelto más a buscarlo. Había llegado al punto de no recordar bien ni siquiera su cara. En la oscuridad ya gris, al niño le pareció que una de las puertas del armario no estaba bien cerrada. Era extraño. Sólo la madre la abría de tanto en tanto y tenía mucho cuidado de cerrarla bien. Él generalmente usaba la parte izquierda para poner allí sus pocos juguetes. Descalzo, haciendo el mismo ruido que un pichón sobre plumas, se acercó, curioso. En efecto, la puerta estaba mal cerrada. La curiosidad de saber qué pasaba lo asaltó, tan injustificada como potente, y con una fuerza inusual para su edad extendió la mano y tiró. En pocos segundos abrió completamente la puerta y temblando miró el interior. Nada, sólo un espejo grande, de ésos ovales que se apoyan en el piso sobre un pie. Estaba desilusionado. No sabía tampoco qué hubiera querido encontrar, pero un simple espejo no lograba satisfacer su curiosidad de niño. No era un gran objeto. Era uno de los más clásicos que se pueden imaginar: un óvalo plateado con un borde dorado y sostenido por un pedestal de igual color. En algunas partes el barniz estaba saltado, mostrando su verdadera alma: nada más que hierro opaco y ruinoso. Con un gesto dictado por la costumbre, el niño miró su imagen reflejada, que mostraba sólo un rostro cansado y somnoliento del cual había desaparecido todo signo de interés. De repente un rayo atravesó sus ojos y, como un sabueso tras su presa, comenzó a observar insistentemente el óvalo plateado. Había aparecido de la nada una enorme mancha roja, como de tinta, que se ensanchaba sobre el espejo. De repente sobre el rojo apareció el amarillo; luego el verde y el azul. Se estaba formando una imagen: sobre un fondo azul se recordaban montañas amarillentas, al pie de las cuales pastaba tranquilamente un torito. El niño se acercó aun más al espejo. No se hubiera alejado de donde estaba por nada del mundo. Lo que veía era tan real que le parecía estar mirando a través de una ventana. Poco después la escena cambió. La tinta amarilla comenzó a extenderse y a cubrir el torito. Gruesas gotas caían sin parar como si fueran de sangre y un estrato gris cubría con calma cada ángulo. Abajo la imagen había cambiado. El toro estaba completamente rodeado de hombres a pie o a caballo. Era una situación que al niño le recordaba el dibujo que había visto en un estandarte de Madrid. Le parecía una corrida, pero no del todo. Casi oía los gritos del animal, que trataba de huir del destino que le esperaba. En un momento el torito dio un salto y, como enloquecido, se rebeló tirándose en contra de todos los que lo rodeaban. Sangre negra chorreaba como lluvia. Sólo había agonía y muerte al-rededor. Los gritos eran cada vez más lacerantes en la cabeza del niño. Quería que dejaran de pelear y, siguiendo un instinto, golpeó el espejo con el puño. El dolor del impacto lo golpeó totalmente. Con lágrimas en los ojos se miró la mano. Con sorpresa notó que no tenía ni un rasguño. La batalla se había detenido. Todo era inmóvil y cada ser miraba al niño con ojos de vidrio a través de la rajadura que se había formado a causa del puñetazo. A los gritos había seguido un silencio ensordecedor. El niño cambió la mirada, asustado, y de golpe, luego de algunos segundos, se puso a llorar. Sin siquiera darse cuenta se durmió en el suelo, con la cabeza entre los brazos.

Cuando se despertó en la mañana, estaba en su cama. Recordaba todo muy bien… ¡no podía haber sido sólo un sueño! Rápidamente se precipitó a abrir la puerta derecha del armario. Dentro sólo estaba el vacío. El espejo había desaparecido. Por toda su vida lo buscó muchas veces, pero no lo volvió a encontrar nunca.

Pablo creció y ya adulto se convirtió en pintor. Sin embargo no olvidó aquella noche.

Cuando, durante la guerra civil española, fue bombardeada Guernica, ciudad por él amada, pintó un cuadro. Un toro, gente a pie y a caballo, cadáveres: todo visto a través de las facetas de un espejo roto.

 Agatha Christie

Gallarate, octubre de 2007


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